jueves, 25 de febrero de 2010

El corazón de Kristine registra grados bajo cero


El invierno es necio como el último borracho que se niega a dejar la fiesta. Sigue ahí, inamovible, sorprendiendo con nuevas nevadas cuando todos creían que se marchaba. Oslo no ha registrado temperaturas por encima de cero, a la sombra, desde el 12 de diciembre de 2009.

Hoy amaneció despejado y la posibilidad de poner fin a los 73 días bajo cero fue latente, pero no posible. No obstante, el sol derritió parte de la rigidez invernal: recibí un par de sonrisas por la calle y la nieve ha escurrido sobre los techos de los edificios, hasta convertirse en fascinantes figuras de hielo que sugieren estalactitas o estacas.

Lo grave de estas caprichosas formas cristalinas es que ni estamos al interior de una caverna, ni son vampiros las posibles víctimas de sus incrustaciones. Los señalamientos que indican la probabilidad de un alud o el desprendimiento de masas de hielo puntiagudas, me recuerdan la propaganda desplegada durante los periodos electorales en México: tapizan la ciudad, anuncian lo que todos saben y resultan poco útiles para los peatones que, sin alternativa, recorren las aceras reducidas a senderos debido a los amontonamientos de nieve, quedando expuestos a una especie de ruleta rusa donde el rigor del sol decide su suerte.

Entre estos avisos de lo obvio, hay uno que destaca por su ironía:"Ojo! Miré hacia arriba", como si los transeúntes de la ciudad de Oslo, símil de una pista de hielo cubierta con arena, gracias a las propiedades que la nieve adquiere por la sal regada para evitar su congelamiento, ignoraran que las secuelas del invierno no son exclusivas a nivel peatonal. Girar la cabeza en dirección a las estaláctitas de hielo puede, literalmente, costar un ojo de la cara.

El frío y las pocas horas de luz que caracterizan al invierno nórdico, provocan una temprana ansiedad por llegar a su fin. Las vicisitudes varían: abundan los resfriados, la abulia se hace constante, los resbalones y las fracturas son cotidianos -particularmente entre miembros de la tercera edad-, el caos vial encuentra un aliado en la ineficacia del transporte público, y los padres de familia sufren crisis cuando los niños, forrados con tres capas de ropa, avisan que necesitan ir urgentemente al baño justo antes de salir de casa o, peor aún, estando en la vía publica y cerca de la nada. En lo particular, una consecuencia de las bajas temperaturas capaz de incomodarme, es dormir con pijama. Tratándose de un acto esporádico, suelo despertar sobresaltado al sentir que traigo puesta una prenda, por temor a haber pernoctado en cama ajena.

Aunque las temperaturas bajo cero no han llegado a los 80 días que Julio Verne otorgó a Phileas Fogg y Passepartout para dar la vuelta al mundo, cabe recordar que el periodo de oscuridad y frío inició a mediados de octubre y se prolongará probablemente un mes más, alcanzando así una duración cercana a medio año. El invierno es una prueba contra el hastío. Paradójicamente, ahora que se aproxima la primavera, diversas imágenes invernales tejen un sentimiento de nostalgia en mi persona.

Pienso en los recorridos hechos en ferry muchas de las mañanas y tardes de los últimos meses entre Aker Brygge y la península de Nesodden. Algunas veces me tocó ver el Fiordo de Oslo convertido en un inmenso rompecabezas de hielo, compuesto por piezas con apariencia de pequeños icebergs que embonaban perfectamente ante el oleaje provocado por el transbordador. En otras ocasiones, cuando el mar se hayaba menos congelado, su superficie era una capa de latex que adquiría la flexibilidad de la corriente, sin desquebrajar el agua solidificada.

Una mañana de inversión térmica y neblina, la embarcación hubo de navegar primero lento y luego en reversa. La visibilidad era nula y el rostro en la mayoría de los pasajeros expresaba tragedia. En mi interior sonaba Get off of my cloud. A las cartas naúticas, la brújula y el radar, se sumaron las sirenas de los barcos como instrumentos de navegación. Nuestro capitán apeló a su instinto; tras unos minutos de maniobra, acallamos en el puerto. La tragedia había devenido aventura: los pasajeros tenían una anécdota que contar. Yo me quedé con ganas de saltar al mar.

Al atardecer, el cielo estaba despejado y lucía azul profundo. La diáfana visibilidad convertía al mar en el espejo donde la bóveda celeste saciaba su vanidad. El retorno a la ciudad rompió el hechizo: gentío y tráfico eran enmarcados por montañas de nieve ennegrecida con basura y smog. Desde mi asiento del autobús detenido frente al Teatro Nacional, observé a dos ancianas que cruzaron corriendo la avenida a pasos lentos, con la intención de alcanzar al camión del sentido opuesto. Concentradas en su objetivo, ignoraron la luz que les indicaba el alto a ellas y cedía el paso al tranvía.

Hay nevadas que desafían a la ley de gravedad, su viaje no es vertical sino de izquierda a derecha y viceversa. Los ojos se convierten en rendijas incapaces de filtrar la fina nieve que también terminará encontrando un ducto a la espalda, aprovechando la encorvada postura de los trashumantes. Bajo esas tormentas, únicamente un motivo extraordinario es capaz de enderezar al cuerpo, como la manta que alguien colgó entre dos árboles del barrio vecino: "Kristine, perdóname. Te amo!". Nadie resistía hurgar el mensaje ajeno; incluso una revista semanal presentó una imagen del mismo, preguntando en el pie de foto si el autor sería perdonado. Lo que intentó ser un detalle original y parecía anuncio de kermés, propició la mutación de un conflicto privado en un asunto del dominio público: si antes no la tenía, a partir de la publicación Kristine contaba con una razón de peso para negar el indulto.

A pesar de los días soleados, el Instituto Meteorológico anuncia nuevos descensos en la temperatura para este fin de semana. No sé si vuelva a nevar, tampoco sé si el corazón de Kristine registra grados bajo cero o si la manta fue plantada por la misma revista para tener algo que publicar. Ni siquiera estoy seguro de que las ancianas no hayan visto la luz roja el día que perdieron el autobús y casi la vida. La única certeza con que cuento es el invierno: no se ha ido, ni sé cuando se irá.


Foto: A. Froese

http://www.flickr.com/photos/anfroese/ / CC BY-SA 2.0


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