miércoles, 15 de septiembre de 2010

Epílogo


Me abrasó la fiebre del bicentenario y quise dedicarle un texto. También pensé en el centenario. De niño me gustaba estrellar huevos de harina en cabezas ajenas con apariencia de pambazo, mientras sones jarochos y mariachis amenizaban el Zócalo. El desfile deportivo nunca tuvo sentido alguno para mí. Aparte de esas imágenes banales, no se me ocurrió nada.

Los héroes que nos dieron patria no acudieron a mi encuentro, el cielo estrellado de Oslo me remitió al manto de Guadalupe. Pensé en la Villa, en los feligreses de rodillas ensangrentadas, en las playeras de Alex Lora y en Tizoc, la película de Ismael Rodríguez donde Pedro Infante confunde a María Félix con la Vírgen María.

De fondo tengo a Porter, Espiral, son de Guadalajara y mencionan a Tijuana en la canción. México duele mucho últimamente. El coro dice "y empiezo a pensar, y empiezo a pensar/ sin ti ya no hay más, sin ti ya no hay más", suenan a Interpol en español; me encabrona que me pegue. También odio haber abandonado la biografía de Villa narrada por Paco Ignacio Taibo II. Dice que dicen que cuando nació Doroteo Arango, hubo diluvio.

Creo que mi incapacidad de escribir un texto dedicado a los aniversarios, se debe a la nostalgia. Algo traigo por dentro que me marca el fin de un ciclo, aunque no necesariamente el inicio de otro. Osledad ha sido un punto de fuga, un refugio, una manera de entender y expresar la vida lejos de México sin dejar de llevarlo muy dentro y a cada suspiro.

Hoy veo que ya no tengo más que ofrecer en este espacio. Me doy la impresión de ser un necio repetitivo que insaciablemente busca expresar tragedias sin conocerlas. El resultado es patético. Tal vez sea el cielo estrellado de esta noche tan pasiva como liviana, o la caida de las hojas que introducen al otoño, pero lo desmotivado me sugirió agradecer a quienes hace un par de inviernos iniciaron este proyecto después de un brindis de año nuevo. También agradezco a quienes se han tomado el tiempo de visitar los textos, de dejar un comentario y de aportar imágenes o ilustraciones aún sin tener conocimiento de ello.

En el mes patrio, Osledad. Gracias por el fuego.

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domingo, 5 de septiembre de 2010

Furia


En la Ciudad de la Furia. Canta Cerati. Oslo vació su ira esta tarde con una lluvia tímida, sus calles húmedas me recuerdan que aquí la furia es un ejercicio individual. Dan Los 400 golpes al aire libre, hay casi el mismo número de almas exponiéndose a la seducción de una noche con imágenes en blanco y negro: Paris deja de ser ciudad luz para convertirse en la oscuridad de Truffaut reencarnado en Antoine.

La Christiania que marcó a Hamsun a finales del siglo XIX , hoy es una ciudad sin hambre. Oslo es la capital de corazones en rutina, sus historias no permiten exabruptos, el final no traiciona a la trama. Los gritos de Munch están más sordos que nunca: su furia también ha sido robada.

El claroscuro de mi ciudad lo realizó Buñuel y lo fotografió Gabriel Figueroa. Los olvidados se clasifica como amalgama de neorrealismo italiano y surrealismo; para mí es el referente de una ciudad que nació y se ha desenvuelto fiel a los simbolismos y las tragedias: el águila devorando a la serpiente, el Ángel, el terremoto, el culto a la Santa Muerte. Todos los días hay uno nuevo.

La hambruna de Hamsun, la incomprensión de Antoine, los destinos del Jarocho y Pedro, la metamorfosis de Gregorio, son parte de la abundancia originada por el vacío. La ausencia del color en sus historias es una condición natural: el desamor, como la muerte, sólo ofrece dos tonalidades.

La furia en la Ciudad de México deja cicatrices sin cerrar; su dolor propicia alivios. La sensación de tocar fondo es una constante; las tragedias son un elemento de cotidianidad. Oslo es el respiro que distorsiona la razón, su pasividad devela el averno de la ciudad más poblada en el infierno.

Escucho el proyector, siento frío en las manos, mis pies están mojados, las nubes descubren una luna a medias; Antoine inicia la fuga hacia una vida atropellada y la película acaba. La sensación de todo junto es agradable. La noche exige sacrificios. Yo me ofrezco. La cornisa emocional tiene el grosor suficiente para reventarse con la primera pisada.

Cerati no está en coma ni en puntos suspensivos, en los audífonos que permean mi realidad, su voz sigue sentenciando me verás volver. La Ciudad de la Furia se ubica donde el coraje de las emociones reside y el amor deja de ser importante.

Foto: Arturo de Albornoz (Creative Commons).

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martes, 17 de agosto de 2010

Dualidad


Para perderse en la vorágine de las entrañas, hay que hacer racional lo que no tiene sentido. Echarle la culpa a los impulsos, escudarse tras la locura aunque sea moda pretérita, negar ser sensible hasta convertirlo en el sacramento de la catatonia. Y después perderlo todo, abandonarlo, renunciar incluso a la nada para quedar lejos de cualquier recuerdo y acercarse al abismo tan deseado.

Sólo así sabré la punzada de Adán cuando llegó al paraíso y Eva ya se había marchado. Sólo así podré imaginar el final de la novela incompleta que encontré a medio viaje. Ya no me importará si el sinsentido pierde su razón de ser, o lo anárquico carece del romanticismo que empuña a la imaginación como arma.

Recordaré al ángel que renunció a sus alas y cambió lo etéreo por lo terrenal, a la niña que creía posible construir casas sobre las nubes, al perro que me transmitió la rabia, al médico que me la robó. Me bañaré en diluvios de piedras, apretaré los ojos, las manos, los labios, me arrancaré los dientes, las costillas y los sueños. Me tiraré a dormir sin más ganas de despertar.

Me volveré ermitaño y evitaré diálogos internos. Después hablaré con mis pies de tan malos pasos, morderé mi lengua con engaños, taparé el frío con promesas, pensaré en la virgen que no creo para suplicarle respuestas. Me hará falta aullar, ladrar, buscar presas donde no habiten más que mis fantasmas, y los masticaré.

No tengo fe, no tengo fuerza, no tengo colores favoritos. Tengo miedo y ganas de una canción que no recuerdo. Tengo ganas de que amanezca para caminar despacio, dar diez vueltas, verlo todo una vez más, espiar a la niña con sus nubes, encontrar a Eva, dejar que mis pies sigan pisando por donde quieran, tirarme al abismo y conocer su fin, derrumbarme en pajaritos, platicar con flores muertas, bailar ruidos sincopados, mirar al sol directamente hasta tatuarlo en la retina.

Cuando deje de mojarme banalmente en la lluvia, volveré a ser visceral; secaré las llagas con sal de mar, recuperaré la sonrisa y las ganas de patear una piedra o morderla. Fingiré que las noches me toman por sorpresa para abandonarme en su oscuridad. Y comeré estrellas, aunque estén hechas de papel.

Foto: Retinafunk (Creative Commons)

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miércoles, 11 de agosto de 2010

Será?


La noche es un disturbio en fuga. Una pareja atraviesa la inclinada avenida en una bicicleta sin frenos. Tiene urgencia de llegar al punto de escape para olvidar la realidad. Baja los pies que nos matamos y aún no es tiempo de morir.

Atrás quedan la luna y sus sombras, las estatuas petrificadas con ganas mortales de moverse. Las nueve vidas felinas serían desperdiciadas: hacen falta más para soportar tus misterios.

Por qué este remolino? Los pasadizos del laberinto sin salida conducen a la perdición: por eso los sigo. Nunca estás ahí cuando llego a la trampa.

Me gusta la teoría del big bang por poética. Si todo es resultado de colisiones, somos todos pedazos de estrellas regados en el universo. Y estrellas volveremos a ser.

Polvo eres y en polvo te convertirás. El recuerdo, como las fotografías, se irá borrando con la paciencia de tu fin. Me faltarán silencios para rasguñar las entrañas de sus misterios y encajarme en tus pensamientos.

Voy reptando los sortilegios de tus pisadas, los milagros de tu pie izquierdo, la nobleza de tu respirar. Bajas como lluvia y gritas como nube; tus milagros inexistentes son más fuertes que mi razón.

La bicicleta sin frenos tiene un destino: el choque emocional, la fusión con la luna, el refugio en las esculturas, la conclusión en tus ojos tan lejos de mí. Rasguñaré la piel hasta provocar la herida, gritaré tu nombre, tus uñas, tu pelo, lo que nunca dirás.

Sube los pies, mi vida. Aún no te conozco. Estamos a tiempo de morir y hacernos eternos.

Foto: Billingham / Creative Commons

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miércoles, 4 de agosto de 2010

Nocturnal


Intento dormir en vano. Al cerrar los ojos aparecen las líneas infinitas de una carretera oscura, al abrirlos, sufro ansiedad por Lost Highway y odio Thelma and Louise. El road movie de mi insomnio incluye escenas censuradas que distorsionan la realidad hasta volverla pesadilla. Su contenido es un vacio total que llena todo. Ahora no estoy tan seguro de estar despierto, pero el miedo que siento no es posible en la ficción. Tampoco sé si he pasado así tres horas, dos vidas o varios mundos.

La arteria de mi brazo luce segmentada como las líneas de la autopista que lleva a ninguna parte. Afuera, la noche sigue indecisa entre el azul profundo y cerrar los ojos. La lluvia también anda tímida y camina de puntas, como si ignorara que estoy despierto y con ganas de salir a su encuentro. Una avispa zumba mis oídos, su vuelo traza órbitas en constante colisión con mi piel. Su aguijón encuentra refugio en la M de mi mano.

El césped congelado de la montaña rasguña mis pies descalzos, sus piedras producen cortes por donde la sangre se asoma sin salir. Hace frío pero no lo siento; la noche empieza a cesar y las líneas intermitentes de la carretera se están diluyendo con la lluvia, como si hubieran sido trazadas con una tiza. Ya no las veo más ni en las nubes ni en la tierra; el road trip terminó sin atajos.

Los días perfectos funcionan bien en las canciones, en la vida real prefiero las noches aunque sean falibles. Como ésta, donde el recorrido por los caminos del caos no inició con el aleteo de una mariposa, sino con su encuentro en el momento final. Es blanca, casi azul y se ha posado sobre mi mano. Me parece verla sonreír, lo siento en los huesos.

El movimiento de sus alas me sublima y vuelvo a creer en las sirenas, en su canto, lo escucho de cerca, en el viento, dentro de mí, entre el cabello, detrás de los ojos. La picadura de aguijón y las cortadas en los pies me están ardiendo. Es hora de lamer mis heridas.

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lunes, 26 de julio de 2010

Mannen fra Havet


Lluvia y viento mantenían una constancia similar a la ejercida por el tamborilero en El Bolero de Ravel. Era hora de partir y quería observar por última ocasión a la montaña con que desperté toda una semana, pero las nubes se habían fundido con la neblina para ocultarla. Al límite de sus faldas se formó un hueco sutil donde el azul del cielo contrastó con el mar oscurecido por los nubarrones. Sobre el horizonte distinguí un arcoíris casi transparente que selló mi visita a Vesterålen, un archipiélago situado al norte de Noruega.

Días antes atravesé un cementerio en Oslo mientras los jardineros regaban sus flores. Las regaderas sirvieron de prisma a los rayos del sol y sobre las tumbas se formaron innumerables arcoíris. Al final de sus colores no había tesoros, sino osamentas olvidadas hacía muchos años. Nunca hay visitas para esas lápidas fechadas dos siglos atrás; tampoco para aquellas levantadas en años más recientes. De haber seguido el final del arcoíris en Vesterålen, probablemente hubiera encontrado una ballena.

Las vacaciones de verano en el norte noruego iniciaron con un aterrizaje accidentado por la turbulencia. Mientras los pasajeros adultos palidecían, los menores gozaban la ruptura con la monotonía del vuelo: la ubicación geográfica de cielo e infierno no es cuestión de altura, sino de edad.

Siete grados de temperatura arrastrados por la corriente de aire dan la sensación de un verano precipitado en invierno. Las múltiples capas de nubes me recordaron los nueve niveles del inframundo maya, con la diferencia de que el norte noruego se opone a las tinieblas en julio porque el sol se niega a morir.


Tenía la necesidad de disfrutar nuevamente el paisaje de arcoíris y acudí al cementerio una tarde sin suerte. Sobrellevé la desilusión con la lectura de algunas lápidas: zapatero, enfermera, abogado, ama de casa, doctor; el gusto por los títulos al ras del suelo fue perdiendo vigencia con el tiempo, sobre las tumbas más recientes sólo se inscriben el nombre y los años de aparición y despedida.

Me pregunté qué título escogería para mis restos si así me apeteciera hacerlo, pero antes de llegar a una conclusión coincidí con mi vecina de al lado en la tumba de una niña que había vivido de 1899 a 1906. El encuentro nos tomó por sorpresa a ambos; ella fumaba un cigarro mientras reacomodaba las flores que el jardinero había colocado previamente. No le pregunté su relación con la difunta ni ella me comentó al respecto. Sin tener la intención, esa tarde platicamos más tiempo que todas las anteriores ocasiones que nos habíamos encontrado. Los temas fueron varios, no recuerdo ninguno.

La primer noche en Vesterålen el cansancio fue vencido por el insomnio: el viento terminó por dispersar a las nubes y la luz exterior me impidió el sueño. Desde mi ventana contemplé detenidamente la montaña de enfrente, sólo nos separaban unos metros de mar. Me fascinó el corte abrupto de su superficie, parecía como si en otro tiempo un viento violento le hubiera arrancado la punta. Realmente, todas las montañas son así en Vesterålen, su dramática fisonomía me hace pensar que Pangea no sólo quedó dividida en los continentes como los conocemos, sino también sufrió un corte horizontal parecido al de una nuez hecha pedazos.

Las nubes volvieron al día siguiente y también se marcharon a ratos. El viento mantuvo su ritmo invariable como el tamborilero de Ravel. Su monótona presencia se tornó molesta e infinita; me explicaron la importancia de ubicar su origen y dirección para saber si la corriente venía de Groelandia o de Siberia, del mar o de la montaña. ¿Había realmente alguna diferencia en ello?

El día anterior de mi salida al norte me encontré nuevamente con la vecina, llevaba una bolsa con latas de cerveza vacías que perdió cuando intentaba cerrar su puerta. La recogí y al entregársela descubrí cicatrices de quemaduras hechas con cigarro en su brazo izquierdo, nuestras miradas se encontraron y le dije que me gustaban los colores, refiriéndome al tatuaje que portaba del lado derecho. Era el nombre de la niña muerta en 1906, escrito con tipografía psicodélica.

Vinieron días despejados en Vesterålen y descubrí que el Atlántico se parece al Caribe en su zona septentrional. El Mar Noruego se extendía azul y verde sobre manchones de arena blanca. Quince grados y unos cuantos minutos bastaron para que un enjambre de moscos con alma kamikaze descargara su rencor sobre mi piel. Me tiré sin contemplaciones al mar y salí con el cuerpo entumido, las orejas me dolían como el recuerdo de las quemaduras de cigarro en mi vecina.

A mi regreso acudí a su puerta lleno de dudas, quería saludarla con cualquier pretexto. Tal vez tendría la indiscreción de preguntar por el nombre de la tumba tatuado en su brazo y no más, pero no sucedió el encuentro: se había mudado durante la semana. Pensé en buscar su número pero ignoraba su nombre, en el buzón de correo había uno que no correspondía con el de su puerta y ninguno de los dos sonaba como el que pronunció la ocasión que nos conocimos.

La tarde que me atacaron los moscos junto al mar, el viento se detuvo ante la infinita puesta de sol. El mundo visto con filtro 85. Contemplé el fenómeno a los pies de un molino de viento y me sentí quijotesco: un ser anti romántico la noche perfecta para el amor. Una silueta como la escultura del hombre que parece llevar el corazón entre las manos con la intención de entregárselo a quien sea, incluido el viento.

Oslo me esperaba con la primer noche oscura del verano; su clima frío me pareció templado y la luna piadosa apareció casi completa. Inicié un recorrido por inercia que terminó en el puerto, el olor a mar me produjo nostalgia por Vesterålen. Compré flores y me dirigí al panteón para dejárselas a mi vecina en la tumba de la niña. Antes de llegar crucé la mirada con una mujer que esperaba el autobús, le entregué el ramo y me despedí de ella antes de saludarla.


Foto: Håkon Iversen (Creative Commons).

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martes, 6 de julio de 2010

Al grito de guerra



Neruda tiene razón: es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. El mundial de futbol propicia romances de apoyo incondicional entre la afición y su representativo nacional en su arranque; un sentimiento que suele bifurcarse conforme transcurren los partidos, hasta provocar trastornos que obligan a replantear la fidelidad de inicio.

En Portugal, los seguidores de la escuadra lusa derribaron la estatua de Ronaldo edificada por Nike, y en Inglaterra los hinchas claman por un Rooney viviendo el resto de sus días en un trailer park. La marca de la palomita terminó en tache para todos sus protagonistas.

Pocas escuadras han librado el linchamiento mediático y la condena de sus públicos: Ganha merecía un mejor final pero la victimó una trampa válida en el futbol; Paraguay porque la sinceridad de Oscar Cardozo ante el penalti fallado contagió su pena a cualquier público, y Argentina porque Argentina no puede contradecir a quien ha endiosado al grado de edificarle un templo.

Dejando de lado los dramas ajenos, los mexicanos nos apresuramos a santificar a Cuauhtémoc Blanco y a El Chicharito Hernández. Y me parece que fue correcto. Un rasgo cultural entre nosotros es el desmadre y el futbol siempre ha sido un escenario perfecto para ejercerlo. En México 86, cuando el tricolor enfrentó a Bélgica, una enorme manta sentenciaba: Somos mexicanos pero nos sentimos belgas. El triunfo de México ante Bulgaria un domingo de junio, propició el grito popular: ¡el día del padre, les dimos en la madre! El desmadre colectivo despierta espíritus vándalos: en Francia 98 un connacional apagó a miados la llama eterna del Arco del Triunfo dedicada al Soldado Desconocido, mientras en Sudáfrica otro mexicano tuvo la ocurrencia de ponerle sombrero la estatua de Nelson Mandela. ¿Por qué no habríamos de canonizar a los ídolos?

La santificación de quienes fraguaron los goles que derrotaron a Francia tiene justificación: nunca antes, al menos en la era mediática, la selección azteca se había levantado con un triunfo de tal envergadura. Esa noche el Tri superó los 15 minutos de fama sugeridos por Andy Warhol, para hacer suya una frase contundente de David Bowie: We can be heroes, just for one day. No es necesario entrar en disertaciones de lo banal o sustancial que puede ser el futbol, ese día simple y sencillamente ganamos y por lo menos 100 millones de mexicanos conocimos el sabor de la victoria.

Al día siguiente, los diarios del mundo entero dedicaron sus encabezados a la derrota francesa y no al triunfo mexicano. Se ocuparon de los problemas extra cancha de les bleus dejando de lado que México también enfrentó vicisitudes rumbo a Sudáfrica, como la desunión entre los jugadores activos en Europa, los naturalizados, la nueva camada y los veteranos, conflicto que requirió de cuatro técnicos para ser resuelto.

En Noruega les llamaba más la atención la presencia de Cuau por gordo y lento, que la aparición de ni tan nuevas promesas como Chicharito y Barrera. Sólo los mexicanos sabemos la función de amuleto que Cuauhtémoc ejerce sobre sus compañeros, además de encarnar a un estereotipo infalible de la cultura popular mexicana donde machismo, bravuconería y sagacidad se complementan.

Personalmente, Cuauhtémoc y Oscar El Conejo Pérez me remiten a algunos partidos domingueros de la infancia, donde los papás con físico de embutido disputaban balones en canchas de tierra y cal. Verlos juntos la noche del triunfo fue un elemento extra en un partido que se convirtió para los mexicanos en una suerte de aleph borgiano: el punto donde coinciden todos los puntos. Mexicanos repartidos en distintas latitudes del planeta disfrutamos juntos el cenit romántico con la selección. Una pantalla en cualquier lugar del mundo nos unía.

Jugamos contra Argentina y apareció Pablo Neruda: menospreciamos lo logrado, maldecimos yerros propios y ajenos, y el amorío se torno en una decepción con heridas que tardarán cuatro años en cerrar. El paralelismo de lo ocurrido en Alemania 2006 y Sudáfrica 2010 sugiere ser parte de una saga similar al drama de Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, en espera de un desenlace favorable para México en su tercera emisión. Ojalá que en Brasil aparezca Pepe El Toro del futbol.

En lo que esperamos el siguiente mundial, sugiero dejar en desuso el aforismo "jugamos como nunca y perdimos como siempre". La frase es una falacia injusta con los progresos del futbol mexicano. Aunque el quinto encuentro no se ha logrado, las actuaciones de México en los últimos mundiales ha tenido la misma regularidad que los tropiezos sufridos en el área de CONCACAF. No somos potencia pero aún así gustamos, y si nosotros dejamos al olvido lo conseguido, nadie más lo tomará en cuenta.

Más allá de lo que ocurre en las canchas mundialistas, agradezco la posibilidad de reencontrar viejos conocidos y coincidir con mexicanos recién llegados a Noruega que, reunidos con la intención de seguir al Tri en una pantalla, también buscan a otros connacionales para gritar juntos, cantar y no llorar, comer golosinas enchiladas de importación, lucir atuendos folclóricos, máscaras de luchadores y echar desmadre como sólo los mexicanos sabemos hacerlo.

El día de la victoria ante Francia hubo un detalle que la tensión previa al juego no me permitió observar, pero mi suegra comentó al día siguiente haciendo que la epidermis se me erizara: “qué bonito cantan el himno los mexicanos”. Y retiemble en sus centros la tierra.

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martes, 8 de junio de 2010

El infierno de Dante conduce al paraiso


Mirar hacia el sol con los ojos cerrados produce la sensación de hallarse envuelto en una nebulosa rojiza. Un limbo donde habitan fetos en gestación y la vida exterior es filtrada por el calor materno.

Tras siete meses de invierno, contemplar al termómetro rebasar los veinte grados es idílico. La radiación ultravioleta resulta indiferente a los cuerpos que por fin abandonan el solárium, ansiosos por temperaturas sofocantes al ras del césped.

Al incorporarme, la primer imagen en invadir mis ojos es la de una mujer asoleándose en ropa interior. Me ruborizo víctima de los convencionalismos: mientras los bikinis son la última instancia entre la piel y el verano, prendas como sostén y trusa traicionan la intimidad del cuerpo al exponerse en público.

Mi introducción a la lencería llegó a los nueve años: permanecía parado a un lado de la profesora mientras ella revisaba mi tarea, cuando un botón de su blusa escapó súbitamente del ojal; ella no lo notó, ante el temor de una reprimenda inmerecida o el rubor indeseado de ambos, guardé silencio y opté por un voyeurismo instantáneo que aún persiste en mi memoria.

En el primer encuentro carnal de mi existencia, conceptos como firmeza o flacidez no tuvieron cabida. Lo esencial era ese fragmento de piel blanca ceñida por una prenda igualmente importante: el brasier adornado con holanes en su borde. La escena erótica carecía de libido; el deseo sexual fue superado por el ímpetu de romper con la moral y contemplar lo prohibido.

El Jardín de las Delicias es la antesala del infierno en el famoso tríptico abierto de El Bosco. A pesar de la aparente intención moralizante de la obra, situada por especialistas entre 1480 y 1490, resulta fascinante la interpretación que el pintor realizó sobre la lujuria, mostrando a la pecaminosa humanidad sucumbir ante el deseo sexual con prácticas que aún hoy provocan a sectores conservadores. Vicios privados, virtudes públicas.

Pero yo no me hallaba en el Museo del Prado ni era parte de ese jardín bosquiano; mi locación era el parque de St. Hanshaugen y aunque en el ensimismamiento contemplaba el espectro de mi profesora, frente a mí tenía a una mujer desconocida en ropa interior. Tal vez porque mi mirada clavada en sus senos carecía de lujuria que condenar, me observó dubitativa y sonrió por desidia.

Regresé la sonrisa con un dejo de inocencia similar al que me acompañó a los nueve, conteniendo las ganas terribles de decirle que me encantaría tenerla de maestra ahí, sólo un instante, en el edén citadino de una tarde sofocante en Oslo, para hurtar fragmentos de su palidez y sus prendas íntimas.

Me recosté nuevamente y cerré los ojos para mirar al sol, pero una ilusión óptica invadió mi campo visual: la silueta blanca de la trusa y el brasier sobre el cálido fondo del verano. La retrospección a la blusa desbotonada se convirtió en un péndulo que osciló desde la ausencia del apetito sexual en mi infancia, hasta la evolución lúdica del deseo convertido en fetichismo.

Abrí los ojos en sigilo para confirmar los holanes en los bordes de su piel, pero ya se había marchado. Refugié mi fracaso como sastre del deseo en los poetas malditos, acudiendo particularmente a Rimbaud que sugiere atajos para alcanzar el infierno. No conseguí el descenso: la tarde empezó a agonizar con una puesta de sol sin prisas.

Nunca me enamoré de mi profesora. Nunca voy a olvidarla.

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Videogalería

México vs. EUA (Eliminatoria al Mundial 2010)

Resumen del dramático partido contra los gringos jugado el 12 de agosto en el Estadio Azteca, en el que México se jugaba la vida ...

Noruega vs. Escocia (Eliminatoria al Mundial 2010)

Ese mismo día, también Noruega se jugó su última carta para manterner sus posibilidades vivas para asistir a Sudáfrica.