lunes, 26 de julio de 2010

Mannen fra Havet


Lluvia y viento mantenían una constancia similar a la ejercida por el tamborilero en El Bolero de Ravel. Era hora de partir y quería observar por última ocasión a la montaña con que desperté toda una semana, pero las nubes se habían fundido con la neblina para ocultarla. Al límite de sus faldas se formó un hueco sutil donde el azul del cielo contrastó con el mar oscurecido por los nubarrones. Sobre el horizonte distinguí un arcoíris casi transparente que selló mi visita a Vesterålen, un archipiélago situado al norte de Noruega.

Días antes atravesé un cementerio en Oslo mientras los jardineros regaban sus flores. Las regaderas sirvieron de prisma a los rayos del sol y sobre las tumbas se formaron innumerables arcoíris. Al final de sus colores no había tesoros, sino osamentas olvidadas hacía muchos años. Nunca hay visitas para esas lápidas fechadas dos siglos atrás; tampoco para aquellas levantadas en años más recientes. De haber seguido el final del arcoíris en Vesterålen, probablemente hubiera encontrado una ballena.

Las vacaciones de verano en el norte noruego iniciaron con un aterrizaje accidentado por la turbulencia. Mientras los pasajeros adultos palidecían, los menores gozaban la ruptura con la monotonía del vuelo: la ubicación geográfica de cielo e infierno no es cuestión de altura, sino de edad.

Siete grados de temperatura arrastrados por la corriente de aire dan la sensación de un verano precipitado en invierno. Las múltiples capas de nubes me recordaron los nueve niveles del inframundo maya, con la diferencia de que el norte noruego se opone a las tinieblas en julio porque el sol se niega a morir.


Tenía la necesidad de disfrutar nuevamente el paisaje de arcoíris y acudí al cementerio una tarde sin suerte. Sobrellevé la desilusión con la lectura de algunas lápidas: zapatero, enfermera, abogado, ama de casa, doctor; el gusto por los títulos al ras del suelo fue perdiendo vigencia con el tiempo, sobre las tumbas más recientes sólo se inscriben el nombre y los años de aparición y despedida.

Me pregunté qué título escogería para mis restos si así me apeteciera hacerlo, pero antes de llegar a una conclusión coincidí con mi vecina de al lado en la tumba de una niña que había vivido de 1899 a 1906. El encuentro nos tomó por sorpresa a ambos; ella fumaba un cigarro mientras reacomodaba las flores que el jardinero había colocado previamente. No le pregunté su relación con la difunta ni ella me comentó al respecto. Sin tener la intención, esa tarde platicamos más tiempo que todas las anteriores ocasiones que nos habíamos encontrado. Los temas fueron varios, no recuerdo ninguno.

La primer noche en Vesterålen el cansancio fue vencido por el insomnio: el viento terminó por dispersar a las nubes y la luz exterior me impidió el sueño. Desde mi ventana contemplé detenidamente la montaña de enfrente, sólo nos separaban unos metros de mar. Me fascinó el corte abrupto de su superficie, parecía como si en otro tiempo un viento violento le hubiera arrancado la punta. Realmente, todas las montañas son así en Vesterålen, su dramática fisonomía me hace pensar que Pangea no sólo quedó dividida en los continentes como los conocemos, sino también sufrió un corte horizontal parecido al de una nuez hecha pedazos.

Las nubes volvieron al día siguiente y también se marcharon a ratos. El viento mantuvo su ritmo invariable como el tamborilero de Ravel. Su monótona presencia se tornó molesta e infinita; me explicaron la importancia de ubicar su origen y dirección para saber si la corriente venía de Groelandia o de Siberia, del mar o de la montaña. ¿Había realmente alguna diferencia en ello?

El día anterior de mi salida al norte me encontré nuevamente con la vecina, llevaba una bolsa con latas de cerveza vacías que perdió cuando intentaba cerrar su puerta. La recogí y al entregársela descubrí cicatrices de quemaduras hechas con cigarro en su brazo izquierdo, nuestras miradas se encontraron y le dije que me gustaban los colores, refiriéndome al tatuaje que portaba del lado derecho. Era el nombre de la niña muerta en 1906, escrito con tipografía psicodélica.

Vinieron días despejados en Vesterålen y descubrí que el Atlántico se parece al Caribe en su zona septentrional. El Mar Noruego se extendía azul y verde sobre manchones de arena blanca. Quince grados y unos cuantos minutos bastaron para que un enjambre de moscos con alma kamikaze descargara su rencor sobre mi piel. Me tiré sin contemplaciones al mar y salí con el cuerpo entumido, las orejas me dolían como el recuerdo de las quemaduras de cigarro en mi vecina.

A mi regreso acudí a su puerta lleno de dudas, quería saludarla con cualquier pretexto. Tal vez tendría la indiscreción de preguntar por el nombre de la tumba tatuado en su brazo y no más, pero no sucedió el encuentro: se había mudado durante la semana. Pensé en buscar su número pero ignoraba su nombre, en el buzón de correo había uno que no correspondía con el de su puerta y ninguno de los dos sonaba como el que pronunció la ocasión que nos conocimos.

La tarde que me atacaron los moscos junto al mar, el viento se detuvo ante la infinita puesta de sol. El mundo visto con filtro 85. Contemplé el fenómeno a los pies de un molino de viento y me sentí quijotesco: un ser anti romántico la noche perfecta para el amor. Una silueta como la escultura del hombre que parece llevar el corazón entre las manos con la intención de entregárselo a quien sea, incluido el viento.

Oslo me esperaba con la primer noche oscura del verano; su clima frío me pareció templado y la luna piadosa apareció casi completa. Inicié un recorrido por inercia que terminó en el puerto, el olor a mar me produjo nostalgia por Vesterålen. Compré flores y me dirigí al panteón para dejárselas a mi vecina en la tumba de la niña. Antes de llegar crucé la mirada con una mujer que esperaba el autobús, le entregué el ramo y me despedí de ella antes de saludarla.


Foto: Håkon Iversen (Creative Commons).

2 comentarios:

Unknown dijo...

Es un placer leer tu blog. Suerte

bath towels set dijo...

Las vacaciones de verano en el norte noruego iniciaron con un aterrizaje accidentado por la turbulencia. Mientras los pasajeros adultos palidecían, los menores gozaban la ruptura con la monotonía del vuelo: la ubicación geográfica de cielo e infierno no es cuestión de altura, sino de edad.
black salwar kameez ,
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