1
Tenía 8 ó 9 años. No importa, igual estaba enamorado. Se llamaba Aurora y ví su aura cuando apareció a contraluz por la puerta del salón de clases. La sentaron en primera fila, a cuatro de la mía, una distancia infinita y sin embargo necesaria para no obviarlo todo. Aún así, sus ojos grandes me descubrieron espiándola con ganas de robar su imagen para siempre; ella no dejó de verme hasta que yo fingí mirar a otro lado.
La transformación no fue radical: influenciado por algunas de las canciones románticas que escuchaba a escondidas, asumí la práctica de un amor platónico y me conformé con contemplar a Aurora entre la muchedumbre del recreo. Ella lo sabía. Lo sabía porque de vez en vez volteaba hacia mí, a veces con disimulo mientras platicaba con otros, y en ocasiones de súbito con la intención de sorprenderme en pleno vouyerismo, sin conseguirlo.
Uno de esos días con lluvia de chipi chipi y olor a tierra que me provocaban antojo de barro, Aurora se acercó para que le prestara mi sacapuntas. El sacapuntas. Le pareció simpático porque tenía forma de cohete espacial regordete. La miré lo más fijo que pude, casi de perfil, y le dije que su nombre significaba “amanecer”. Se quedó más callada de lo que yo había estado todos esos meses desde que la ví por primera vez y de perfil, y sin mirarme, me dijo que en dos semanas se mudaba de casa y de escuela. Dejó el regordete cohete espacial al naufragio de mi pupitre y a mí me lanzó tan lejos como los cohetes de verdad podían llegar. Ya estando en su lugar se viró para decirme “gracias”. Lo leí en sus labios.
Edipo tenía un complejo sustituto pero mamá atribuyó mi abulia a una probable anemia, sospecha que el Dr. Chávez confirmó tan solo verme. Nueva ronda de vitaminas inyectadas -extracto de hígado de tiburón- para contrarrestar lo flaco y ojeroso, como si lo óptimo fuera tender a la obesidad que castigaba a mi hermana. Su sobrepeso era premiado con presentes que aligeraban la conciencia de mis padres, como el dalmata de peluche que decidí robarle para dárselo a Aurora el último día que compartimos escuela.
Aproveché el recreo para depositar el dalmata en su mochila como ladrón en viceversa, sin más testigo que la foto del Presidente Juárez. Desde lo alto de su perspectiva, los ojos de Don Benito miraban todo en el salón de clases faltando así el respeto al derecho de la intimidad.
2
Era imposible concentrarme en los aparadores, tropezaba con los puestos ambulantes y, entre tanta gente caminando en todas direcciones, me sentí el vórtice de los siete mares. Lanzaba miradas vertiginosas que registraban todo y enfocaban nada cuando apareció ella en medio del tumulto; disminuí mi andar para confirmarlo y evitar una confusión más pero esta vez no había duda: se trataba de Aurora. El oleaje humano en contrasentido mío la acercaba lenta y violentamente, a escasos metros de nuestro inevitable cruce ella también me vió y por primera vez le fue imposible mantener la mirada. La bajó, la dirigió a cualquier lado, la escondió, se transportó a otro espacio. Al pasar uno al lado del otro fue inevitable rozar nuestros hombros, nuestros brazos y algunos sentimientos. Aurora se mantenía a la vanguardia y esta vez me superaba por mucho: teníamos 15 años y mientras yo me estrenaba en la pubertad, ella había debutado como madre. Los ojos grandes de la niña que llevaba en brazos me descubrieron espiándola y no dejaron de verme hasta que fingí mirar a otro lado.
2 comentarios:
Pobrecita Aurora.
Maru
Pobrecita Aurora.
Maru
Publicar un comentario