miércoles, 26 de mayo de 2010

En la órbita del pensamiento


Esas nubes parecen un ramo de rosas deshojándose. Como si una novia marchita, hastiada de esperar, las hubiera aventado. Casi puedo escuchar el crujido de sus hojas secas como mi piel. Se mueven lentamente, despacio, resistiendo el viento desganado que eriza mis vellos.

Nunca me he sometido al diván donde se diseccionan personalidades; seguramente mi percepción de estas nubes arrojaría teorías suficientes para condenar mis emociones, como sucede con quienes se aventuran a descubrir formas no previstas por el test de Rorschach. ¿Por qué es tan grave descifrar navajas donde se deberían ver mariposas?

El manojo de flores se ha desvanecido casi por completo; los últimos pétalos rasgan el lienzo celeste. Es tan cómodo contemplarlo desde mi posición horizontal, que no brindaré atención al flagelo propiciado por las hormigas. Sonidos con presencia en distintos planos participan en la seducción: un barco despidiéndose en el puerto, niños jugando, y una canción triste que conocí en la infancia. Todo se oye azul.

Imaginar es un ejercicio libertario, abandonarlo al albedrío de diagnósticos dictados desde la razón ajena, viola su pureza. Un niño dejó de dibujar a los 6 años porque los adultos no entendieron sus trazos, y le recomendaron dedicarse a estudiar geografía o cualquier otra materia que le fuera útil. Sus ilustraciones de una boa digiriendo un elefante, fueron comprendidas muchos años después, cuando él había alcanzado la edad de sus verdugos creativos y se encontró solo en el desierto de Sahara, frente a un viajero espacial de cabellos rizados color trigo.

Por separado, una pareja de conocidos me confió un secreto hace tiempo. Su elección parecía obedecer más a un oculto interés por ser traicionado, que a la seguridad de salvaguardar su confianza. Él le había dedicado a ella una canción donde el coro recita: que quiero brincar planetas, hasta ver uno vacío/ que quiero irme a vivir, pero que sea contigo… Inspirado por la indiferencia de ella, él seleccionó a Caifanes pensando en El Principito. A ella, que desconocía la obra de Antoine de Saint-Exupéry y detestaba todo lo que viniera de él, le resultaba inevitable imaginarlo preso en el Planeta de los Simios.

La primera ocasión que ofrecí unas palabras con motivo de un aniversario en Noruega, dije a quien cumplía años que, mientras ella había presenciado un eclipse solar en Oslo, al otro lado del Atlántico yo había atestiguado un soberbio eclipse de luna. Ella aún conserva el papel donde escribí ésa y otras aseveraciones a falta de un regalo.

Jamás develé las confesiones que la pareja de conocidos me hizo, a pesar de las insinuaciones provenientes de uno y otro, como si supieran de antemano que yo poseía la parte omitida en los diálogos masoquistas que antecedieron su matrimonio. El silencio me hizo cómplice de ambos entonces y también ahora: su hijo ha iniciado la lectura de El Principito ayudado por él; al hacerlo en voz alta, ella volteó a verme pero no me atreví a confirmar su sospecha. Tampoco era necesario, unas cuantas páginas la habían hecho entender el absurdo objetivo de condenar la vida al sarcasmo.

Aunque lo medité, nunca tuve el atrevimiento de confesarle a mi amiga del cumpleaños que contemplar un eclipse solar o lunar, no depende de la ubicación geográfica sobre la Tierra. Ni siquiera brincando de planeta en planeta, como El Principito, sería posible contar con dos versiones sobre un mismo fenómeno sujeto a la alineación de dos astros y un planeta. El eclipse está dentro de ella y sigue siendo total.

Ya no estoy tan seguro de que las nubes de hace rato parecieran rosas secas. Realmente se veían como el carnero que El Principito quería llevar a su planeta, o como los ojos de ella cuando escuchó a su hijo leyendo y entendió lo que dejé de explicarle. Es lo malo de las nubes, sirven para confundirnos con sus formas, aunque a veces se sinceran y se ponen negras, como ahora, porque tienen ganas de llover.


Foto: Max Braun/ Creative Commons.

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