“Sólo para la muerte no hay envidia”. Este aforismo es mi primer recuerdo filosófico de Chacahua; estaba escrito en el costado de una lancha que había visto pasar sus mejores días y ahora descansaba boca abajo en un terreno baldío, asumiendo la función de monumento que engalana la avenida principal y da la bienvenida al visitante. Pero ahí no había ninguna avenida, tan sólo una vereda de arena flanqueada por viviendas construidas rústicamente con madera y palma, que desembocaba en la playa. Esta primera impresión, posterior al viaje en la lancha cooperativa que nos llevó de Zapotalito a Chacahua, atravesando la magia de sus lagunas, era una respuesta contundente a nuestras aspiraciones en el primer viaje que realizamos juntos: estábamos en el lugar correcto.
Viajamos con motivo de Año Nuevo y, por la fecha, parecía que celebrábamos de acuerdo a la tradición de la Iglesia Ortodoxa y no siguiendo el calendario gregoriano, al estar más próximos al 14 que al 1º de enero. El retraso en la partida fue con la intención de evitar el conglomerado de vacacionistas, en su mayoría jóvenes entre 20 y 30 años, que suelen invadir esta playa apenas pasada la navidad y la abandonan acudiendo al llamado de la rosca de reyes. El viaje era una especie de luna de miel y queríamos disfrutar sin tumultos el paraíso que nos habían platicado.
Chacahua no contaba con hoteles, las alternativas de hospedaje consistían en montar una tienda de campaña, abandonarse a una hamaca o rentar una cabaña con algo parecido a un colchón a la orilla de la playa. Optamos por esta última modalidad. El trato lo hicimos con Doña Juana, quien también nos ofreció los servicios de su palapa para consumir bebidas y alimentos. Todavía hay días que despierto con la ansiedad de desayunar unos huevos oaxaqueños acompañados con tortillas hechas a mano, como los ofrece la Doña en su restaurante.
Juana tenía un físico atípico para las oaxaqueñas: era alta y corpulenta. Con su carácter fuerte dominaba a sus tres hijos, dos de ellos adultos, e incluso sometía el machismo de su marido. Al paso de los días nos ganamos su confianza y terminamos ayudándole a hacer algunas cuentas de su establecimiento, porque las cifras de tres dígitos le complicaban la existencia. Nos llamaron “los noruegos” luego de enterarse del país de origen de mi mujer. Fue el marido de la Doña quien preguntó de dónde veníamos: “Noruega, Noruega…”, repetía mientras miraba pensativo el techo de la palapa, como si ahí viera un mapamundi en el que buscaba ubicar Escandinavia. “Noruega!”, exclamó, “los que pelearon contra Estados Unidos”. Uniendo cabos entendí que el marido de Juana había confundido a Noruega con Manuel Antonio Noriega, el excomandante y dictador vinculado al narcotráfico, que provocó la cuestionable invasión militar de Estados Unidos a Panamá en 1989, con un saldo superior a las tres mil bajas, en su mayoría civiles.
El contacto con la gente local se dio inmediatamente y en distintos órdenes. Alguien me había ofrecido ostiones frescos, todo era cuestión de encargarlos con anticipación o muy temprano por la mañana. El día que me decidí a hacer el pedido estaba sentado en una mesa con cinco o seis jóvenes locales, degustando una Corona. “Va’charle balas al cañón?”, me preguntó uno de ellos al tiempo que volteaba a ver a mi mujer. Todos soltamos la carcajada, incluida ella, que, para sorpresa de los locales, no solamente hablaba español de manera fluida sino también entendía chistes y albures. Esos instantes eran una oferta infinitamente superior a la docena de ostiones por 20 pesos.
Conocimos a grandes personajes de Chacahua como el electricista del pueblo, Benigno “El Maligno”; Marcial, que entonces era el policía o encargado de la seguridad local por poseer una vieja pistola que había heredado de algún pariente difunto; el tocayo, temeroso de que Chacahua fuera invadido un día por las grandes cadenas hoteleras a pesar de ser una reserva ecológica, y Paulina, una niña que llegó ofreciéndonos pescadillas y terminó aprendiendo a leer el reloj conmigo. En Chacahua también coincidimos una noche con un violinista italiano que, con tal de vivir una temporada en Playa del Carmen, había invertido su talento musical en un mariachi que peregrinaba por los hoteles de Cancun hasta que se hartó y se enroló en la Orquesta Sinfónica del Estado de México, dirigida por el Maestro Enrique Bátiz. Esa velada jugamos dominó y la pareja contrincante estaba formada por un exfutbolista español ahora convertido en cheff, y otro vacacionista mexicano que había llegado con la intención de quedarse una semana pero ya llevaba un mes en la playa y no tenía para cuando volver a la ciudad.
Las puestas de sol, las llegadas de la luna, el oleaje violento azotando la playa en la madrugada, el pescado y los mariscos frescos, la laguna, sus manglares y aves, el mezcal hecho en casa, las enramadas, los huevos oaxaqueños de Doña Juana y sobre todo la gente, hicieron de Chacahua un microcosmos al que acudimos puntualmente cada año durante un lustro después de ese primer encuentro, hace doce años. El romanticismo de la playa semivirgen fue modificándose poco a poco: Doña Juana cambió las cabañas rústicas por cuartos de concreto con techo de palma y aparecieron innumerables bungalows que albergan a los jóvenes vacacionistas en temporada alta. También se multiplicaron sin control las enramadas con servicio de comedor sobre la playa y el par de baños públicos, que inicialmente contaban con una cortina de plástico como puerta -debajo de la cual había que sacar un pie para indicar que estaba ocupado-, fueron equipados con escusados nuevos y puertas de herrería.