miércoles, 13 de enero de 2010

Viernes, gélido viernes


El termómetro marcaba -17; me decepcionó, yo esperaba leer algo así como 24 grados bajo cero. Camino a casa recibí una llamada y sostuve el celular dos minutos y medio sin guante, segundos después de colgar se me entumió el dedo meñique de la mano izquierda . Y luego la palma, el brazo, el corazón, los pies y hasta los dientes.

Tenía que salir nuevamente y el viento afuera era un arma punzocortante. Sus caricias en el rostro me hacían pensar en las navajas para rasurar que, partidas simétricamente, suelen ser un recurrido intrumento para escenificar suicidios en el cine. Así lo intentó Tamek en Breve película sobre el amor, sexto filme en el Decálogo de Kieslowski. Previo a su atentado, el joven polaco había buscado enfriar, literalmente, un choque emocional colocando puñados de hielo sobre sus orejas.

Rumbo al autobús crucé una cancha de fútbol que funciona como pista de patinaje durante el invierno. Cuatro o cinco jóvenes pateaban un balón con la enjundia necesaria para ignorar la nieve, el hielo y los grados bajo cero. A escasos metros de la parada, un hombre delgado giraba sobre su propio eje con los brazos recogidos sobre el pecho. Ocasionalmente los extendía y cantaba algo parecido a un mantra. Por un momento temí que se estuviera dirigiendo al dios de la nieve, si es que existe uno en la mitología escandinava.

El balance del hombre era impresionate, la velocidad de sus giros sólo disminuía ligeramente si algún transeúnte pasaba a su lado en la angosta, angostísima acera delimitada por los montones de nieve. Eramos varios los pasajeros en espera de transporte y poco a poco, con fingida indiferencia, nos fuimos alineando como pingüinos para protegernos del frío. Alguien comentó que el hombre estaba loco, o drogado, o que simplemente bailaba para calentarse. El autobús llegó y todos lo abordamos, incluido el hombre de los giros.

En el camión las piruetas fueron sustituidas por cantos cuasi operísticos. Un pasajero se quejó y encendió su mp3 para contrarrestar al hombre de la zarzuela. El pasajero empezó a cantar en voz alta pero yo no lograba distinguir si lo hacía en inglés, noruego, una mezcla de ambos o en algún otro idioma. El chófer anunció con su micrófono que los escandalosos serían echados del vehículo si no se sosegaban. El hombre de los giros contestó Norway is a free country! , y abandonó el autobús en Bogstadveien decidido a continuar la noche. Tal vez a iniciarla.

Junto con él dejaron la nave varios argonautas dispuestos a sumergirse en los antros de Majorstuen. Imponiendo su narcisismo al clima, casi nadie llevaba gorra a pesar del frío: las cabezas lucían cuidadosamente almidonadas para la noche de viernes. Semivacío, el autobús quedó en un incómodo silencio; incluso el pasajero del mp3 dejó de aullar y yo me concentré en la gorra de lana que me producía comezón en la cabeza y ardor en la frente. Decidí conservarla, yo no acudiría a ninguna fiesta, no acostumbro peinarme, y su uso no deforma el corte que mi peluquera aplicó inspirada en Franz Ferdinand y a mi sólo me hace pensar en futbolistas sudamericanos de los 70.

Al final sólo quedamos el hombre del mp3 y yo. El había pasado las tres últimas paradas tratando de reunir, infructuosamente, la ropa que de repente había sacado de una mochila tipo militar. Sus movimientos eran más torpes que su canto y parecía querer recoger objetos donde no los había. Entendí ipso facto que mi compañero de esta breve jornada realizaba un viaje paralelo, cobijado, muy probablemente, por algún estimulante psicodélico. En el paradero lo esperaba una mujer de pantalón aleopardado. Ella también había cruzado las puertas huxleyanas de la percepción: agachada, como si fuera a orinar, se carcajeaba del bull terrier miniatura que le acompañaba mientras lo veía correr tras una gaviota.

Antes de enfilar mi camino pegado al mar, miré de reojo al trío: ella se esforzaba en encender un cigarro, el hombre del mp3 y el perro orinaban sobre la nive. Una vez en Oaxaca vi a un perro que no podía dormir la siesta porque, como si se tratara de una película animada, varias moscas empecinadas lo molestaban. Adormilado por el calor y el sueño, el perro tiraba dentelladas al aire mientras gruñía o bostezaba. En la última intentona, el perro terminó mordiendo su propia cola.

Decidí regresar caminando por temor a que nuevas experiencias me hicieran olvidar las de la odisea pasada. Al cruzar la cancha de fútbol improvisada como pista de hielo, observé a los futbolistas glaciares que aún corrían tras el esférico. Yo estaba helado, mis dientes tiritaban y los cuatrocientos metros que me separaban de casa lucían infinitos. Un despeje retorcido mandó el balón a mis pies; una hora más tarde me dirigí a la regadera empapado de sudor: la gélida noche de viernes había presenciado mi debut futbolístico sobre hielo.

Foto: Katarina K.

4 comentarios:

Octavio San Martin dijo...

Me parece muy buena la narración que haces. Me gusta el sentido literario que le das a los eventos que, muchas veces, pasamos por alto.
En verdad me hiciste reir con lo de que se te congeló el dedo menique. A mí me pasó lo mismo, exactamente lo mismo, se me congeló el dedo meníque de la mano izquiera. Lo que variaba un poco en mi caso era la temperatura y el lugar; en ese momento estabamos en Dresden a menos 14 grados. Me da gusto que también seas de tierra santa (distrito federal).
Y que pasó? Jugaste futbol en esa ocasión?
Saludos.

Chilangoslo dijo...

Octavio, gracias por tu comentario. El futbol sobre hielo es un deporte extremo altamente recomendable.

Maru dijo...

Muy buen relato, hasta me hubiera gustado estar en ese camión. ¿Qué playa es esa que era tu destino?
Saludos

Chinita™ dijo...

Leerte es como tomar un buen vino, de esos que se guardan en overste hylla.

A mi me decepciona un poco que anuncien bajísimas temperaturas y salgan con -17°C, quizás soy muy extrema pero si va a haber frío que haya frío para vivir la experiencia al máximo.

Ahora ya sabes que hacer para evitar el entmecimiento de extremidades, icefootball! ;)

God Påske!

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