miércoles, 14 de abril de 2010

Dos lustros


Al aterrizar vislumbré las siluetas del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, filtradas por una tímida cortina de lluvia cercana a los volcanes y lejana a la ciudad. Los vientos de días anteriores permitieron la nitidez que contemplaba; la ópera prima de Carlos Fuentes permanece intacta: en La región más transparente el personaje central es la metrópolis, crisol político y social de México.

Los aplausos de pasajeros mexicanos festejando el aterrizaje que antaño me molestaban, produjeron una cálida punzada en mi estómago esta ocasión. Tampoco me incomodaron el alto volumen del radio en los taxis y los
innecesarios claxonazos. La palmera colocada a la salida del aeropuerto internacional Benito Juárez da la bienvenida al territorio donde la cotidianidad presenta rasgos kafkianos y el mundo literario denomina realismo mágico.

La necesidad por acudir a México era urgente y el largo invierno noruego era más un pretexto que la razón del viaje. La ansiedad encontró un aliciente en la nave de Aeroméxico que cruzaría el Atlántico desde Paris, dejando atrás la incomodidad de Air France y sus asientos con espacios menores a los de un microbús. A través de los fragmentos de películas y canciones que traté de ver y escuchar durante el vuelo, llegaba repetida e inconscientemente a un mismo sitio: México.

Nunca había estado en Playa del Carmen y sé que regresaré ahí sólo para ver Tulum. Chichen Itzá era un capítulo pendiente en la lista de sitios mayas que he visitado; el acceso denegado al templo de Kukulkán fue una herida que el escenario montado para Elton John se encargó de ahondar. La cicatrización requirió el traslado de suelo maya a tierra azteca.

El viernes de crucifixión subí a la Pirámide del Sol. Mientras dos millones de feligreses se congregaban en torno al viacrucis de Iztapalapa, numerosos turistas se sometían al rigor del sol para escalar los 365 peldaños del templo en Teotihuacán. Al llegar a la cúspide, un niño sopló la figura de barro con forma de jaguar que sostenía en la manos. El sonido asemejaba más el gruñido de un perro ronco que el rugido del felino más importante en las cosmologías maya y azteca; aún así, supe que el daño propiciado en Chichen había sido cojurado.

Semana Santa es la pausa anual a las conglomeraciones de tráfico y contaminación en el Distrito Federal. Al descubrir la posibilidad de avanzar más de dos metros sin pisar el freno, los taxistas abandonan su función de comunicadores y el pasajero se queda sin el análisis puntual del acontecer político. Ni siquiera temas de trascendencia nacional, como la posibilidad de que la selección abandone el fracaso mundialista, logran distraer a los choferes dispuestos a conquistar calles y avenidas a velocidades de tres digitos, realizando pericias que aun Fernando Alonso dudaría ejecutar.

La fluidez vial en la capital y sus numerosas arterias semivacías permitieron recorridos que en circunstancias normales hubieran consumido integras mis vacaciones. La ciudad que nunca pensé dejar ha cambiado su fisonomía, viejos edificios llenos de vitalidad contrastan con nuevas y modernas edificaciones pero la esencia del DF sigue siendo la misma de siempre, la que me platicaron de niño y después conocí por cuenta propia.

En el sur di sin querer con los canales de Cuemanco; en Xochimilco abordé una trajinera destartalada que en su interior sentenciaba "propina 50 pesos"; Coyoacán se ha convertido en el primer territorio donde algunos automovilistas ceden el paso al peatón por voluntad propia, sus plazas han sido recuperadas por familias, novios, viejos y solitarios, mientras los vendedores perdieron su calidad de ambulantes y ganaron un sitio fijo en el nuevo mercado.

Un zig zag obligado por las obras viales me llevó a contemplar la negrura de los Indios Verdes; al observar la Basílica confronté la paradoja de ser ateo y guadalupano; Tlatelolco me recordó al México de los sismos telúricos y sociales; el Monumento a la Revolución era sometido al lustre que le hará brillar en el festejo centenario de una revolución que Macario Schettino niega como tal, Adolfo Gilly ha calificado de interrumpida, y un partido político se atrevió a institucionalizar.

Plaza Río de Janeiro sugirió batallas en el desierto con un ejército tripartita comandado por José Emilio Pacheco, Alberto Isaac y Café Tacuva; un adefesio con apariencia de caja de zapatos mal hecha, sustituyó al Parque del Seguro Social; los microbuses quedaron fuera de circulación en Eje Central, a los taxistas se les prohibió el ascenso y descenso de pasaje en esta vialidad, mientras los trolebuses se erigieron como el único medio de trasporte público en esta ruta llamada Corredor Cero Emisiones.

El destino final fue el corazón de México, la plaza donde el águila devora a la serpiente y los poderes federal y local se enfrascan en una lucha que frecuentemente olvida a su ciudadanía, la misma que deambula entre el barroquismo de la Catedral Metropolitana y los restos de Tenochtitlan.

Al alejarse el bólido cuyo taxímetro anteponía el velocímetro al kilometraje, observé sus colores y me asaltó una duda: el exceso de velocidad obedecía realmente al poco tránsito, como perro corriendo en parque sin correa, o eran los tonos ocre y vino quienes hacían sentir a los pilotos una suerte de Iron Man, confirmando el principio de semejanza enunciado por la psicología de la Gestalt?

Sin afición por la numerología o creencia en etapas cíclicas, descubrí que el día de mi aterrizaje en la Ciudad de México cumplí diez años de haberme mudado a Noruega. Dos lustros de emociones encontradas, una década de historia ambivalente y futuro impredecible.

El aterrizaje en Gardermoen fue aplaudido por pasajeros noruegos con sonrisas bronceadas y sombreros charros. El arribo coincidió con la llegada de la primavera a Oslo: la corriente del Golfo había calentado al Atlántico Norte.

Foto microbús: Panchito Rex.

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