miércoles, 2 de septiembre de 2009

Descanse en paz


I


Se dejó crecer las patillas inspirado en Elvis Presley y adquirió un parecido sorprendente a Vicente Fernández. Los muchachos de la esquina le dijeron que tenías patillas de taquero, de chuleta ahumada y de hombre lobo sacado de película mexicana. Juan ignoró los comentarios; no era necesario discutir su nuevo look con quienes poco, o nada, sabían sobre El Rey del Rock. El único vínculo de la banda con Elvis era el remix de “A little less conversation”, a cargo de JXL. Cada que el hit sonaba en la radio, subían el volumen de la grabadora a un nivel capaz de ahuyentar a los clientes de “La Popular”, la tienda de abarrotes propiedad del nuevo Elvis de Iztapalapa, donde solían reunirse por las noches para tomar una cerveza, un refresco, echar un cigarrito, un toque o por simple cotorreo.

Juan quería ser ingeniero en sistemas pero en la UNAM sólo le ofrecieron lugar en Veterinaria, consolándolo con la posibilidad de un futuro cambio de Facultad. Antes de concluir el primer semestre abandonó los estudios, había escuchado suficientes anécdotas para entender que nunca sería trasladado a la carrera deseada, y el olor a vacas le producía una alergia que lo remitía a un pasado punzante: el establo de una ranchería en Morelos y la camisa a cuadros de su padre, motivo por el cual Juan y Doña Chayo, su progenitora, emigraron a la capital.

Habiendo truncado la posibilidad de convertirse en veterinario con alma de ingeniero, Juan optó por un curso de computación en la escuela que le otorgó un diploma al año de estudios. Ahí adquirió los conocimientos necesarios para darle un plus a “La Popular”, al incluir el servicio de Café- Internet con la computadora que adquirió en Plaza Meave. El título de ingeniero negado por la Universidad le fue otorgado por los usuarios del barrio, la mayoría de ellos, parte del grupo juvenil que estimulaba a otros posibles clientes a caminar dos cuadras más para comprar un kilo de huevo o unas conchas Tía Rosa.

La llegada de la nueva tecnología a “La Popular” significó la jubilación de Doña Chayo y el ascenso de su hijo al frente de la miscelánea. Mientras la fidelidad de algunos clientes de antaño se vio mermada con las modificaciones, nuevos rostros pertenecientes a una generación más joven aparecieron por la tienda, como el de Eva, la estudiante de psicología con quien Juan estableció una amistad inmediata, al convertirse en la primer usuario fija del Café-Internet.

El letrero de “Se preparan tortas de jamón y queso de puerco”, fue sustituido por uno con una larga lista: “Internet, Imprimimos trabajos de escuela, Se queman CD’s y DVD’s, Video juegos, Prohibido ver porno”. Con la llegada de Eva, Doña Chayo renunció a la última de sus actividades y al cartón de “Se hacen trenzas”, lo relevó el colorido anuncio “Hacemos dreadlocks”. Se trató de un cambio más visual que práctico, pues si la madre de Juan llevaba años sin trenzar cabello ajeno, tampoco había muchos interesados en adquirir rastas al lado del refrigerador donde reposaban el queso blanco y los cuartos de crema para tostadas, aunque la autora del peinado llevara el nombre de la única mujer que habitó el paraíso.

Para Doña Chayo, Eva, además de usurpadora, era una coscolina capaz de ignorar el único letrero sobreviviente a la nueva era de “La Popular”: “Este hogar es católico”. La aversión no pasó desapercibida para Eva; Doña Chayo no necesitaba palabras para expresar repudio con los ojos. La oportunidad de analizar un caso típico de madre posesiva, como Eva lo consideró, resultó un ensayo que fue entregado como tarea de escuela.

Sin interés por ser partícipe de un conflicto donde él era el vórtice, Juan fingió continuidad del statu quo ante su madre, debido a intereses carnales: Eva, objeto involuntario de deseo, nunca lo sedujo pero él se enamoró. No se lo dijo a ella y menos a Doña Chayo; tampoco era necesario, ambas lo supieron antes que él. Eva lo entendió cuando Juan empezó a compartirle algunos secretos con la intención de impresionarla, como el motivo de sus patillas, olvidando tener de interlocutora a una obsesionada de los procesos mentales. Con ironía, y a manera de terapia, Eva le recetó el trillado apodo de El-Bizcocho, provocando un malentendido que Juan interpretó como el inicio de una relación.

El idilio pasional sufrió su primer avería al día siguiente: El-Bizcocho fue llamado Elvis, en tono burlón, llegando a la esquina de la tienda. Su confianza había sido traicionada, o tal vez no, Eva era de buen humor, le gustaba llevarse, por eso le caía bien a todo mundo con excepción de Chayo. Lo habían llamado Elvis, no El-Bizcocho; el secreto divulgado no era el origen de un apodo sino la evolución de un sentimiento.

Buscando evitar un cuadro que requiriera atención psiquiátrica y no de un psicólogo, Eva pasó de la ironía al sarcasmo para poner fin a la confusión. Se refirió al intento de Juan por emular a Elvis, como una copia mal lograda de El Loco Valdés. El la llamó Morticia, aludiendo a los ropajes oscuros y la figura anoréxica de ella. Eva consideró la capacidad ofensiva de Juan como un ejemplo de involución; le aconsejó buscar su propio yo y suprimir la venta del insípido café de olla, elaborado por Doña Chayo, en la sección cibernética de “La Popular”. Elvis contraatacó argumentando que era ella quien carecía de personalidad y por eso se interesaba en marchas, conciertos y partidos de futbol, para perderse entre las multitudes pretextando análisis freudianos. Al menos él tenía madre, concluyó.

Ella no apareció en varios días; Juan consideró normal tener una discusión de pareja con todo y secuelas. El enojo, calculó, era pasajero; con flores y una visita al cine, todo iría mejor. Eva regresó al sexto día del percance y sigilosamente, con sus largas uñas pintadas de negro, retiró el diurex que sostenía el anuncio de dreadlocks. Intuyendo una partida definitiva, Juan tuvo una sugerencia desesperada: acudir a la sesión fotográfica de Spencer Tunick en el Zócalo, para posar desnudos en la muchedumbre. Eva lo entendió como un reto y aceptó sonriendo. Le pareció que sin haber leído a Freud ni a Le Bon, Juan buscaba satisfacción aprovechando el anonimato de la masa para decirle adiós.



II

Con precisión de Arquímedes, la aritmética de los organizadores anunciaba una cifra mayor a las 10 mil personas reunidas cuando Juan llegó al Monumento a la Revolución, para participar en el homenaje a Michael Jackson. De entre los muertos que practicaban la coreografía de Triller, emergió Eva. La acompañaba un emo atípico dispuesto a formar parte del record Guinnes. Juan llevaba sombrero, saco de lentejuelas, pantalones zancones y un guante blanco. Guardando una distancia prudente, intercambiaron algo parecido a una sonrisa como saludo. Al más puro estilo de Jacko, Juan desapareció entre un grupo de zombis ejecutando el moonwalk.

Habían pasado más de dos años desde aquella ocasión en que Eva y Juan no posaron para la cámara de Spencer Tunick en el Zócalo. Llegando a la estación del metro San Antonio Abad, ella lo jaló del brazo y lo condujo al hotel más cercano. Ahí se amaron como pudieron, con más coraje que deseo. Antes de retirarse, Eva le dijo que esas patillas eran modelo Vicente Fernández y le sentaban bien a los machos. Aún tendido sobre la cama, Juan pensó en la camisa a cuadros, las botas, el sombrero y las patillas abundantes de su padre. Eva había resuelto su primer reto como psicoanalista sin proponérselo ni enterarse de ello.

Liberado del pasado, Elvis era un intermediario obsoleto. En la televisión del hotel dos pandillas solucionaban sus diferencias bailando; minutos después, Juan proseguía tarareando la melodía de Beat it: la metamorfosis de El Rey del Rock al Rey del Pop había iniciado.


Foto: Guerry/ Creative Commons.

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