jueves, 17 de septiembre de 2009

A dos de tres caídas


Aunque de niño no fui una víctima de la televisión, tampoco quedé exento de enajenantes horas frente a su pantalla. Me gustaba ver series y películas: El Llanero Solitario, Batman, Ultraman, las de Pedro Infante y, por supuesto, las de Santo y Blue Demon.

Papá procuraba estar al pendiente de la programación a mi alcance, compuesta en su mayoría por héroes en blanco y negro, resultándole extraño mi precario interés por películas de Cri Cri y algunos clásicos de Disney, sin llegar a preocuparlo como la temprana fascinación que tuve por Tin Tan y Luis Buñuel, autor de la única cinematografía que no libró la censura paterna.

Para mi fortuna, el catolicismo de mi padre traicionó algunos dogmas: no se me inculcó ofrecer la otra mejilla y sospecho que su consentimiento por la programación televisiva de mi preferencia, obedecía a una práctica maquiavélica en la cual la violencia ejecutada por los héroes, era el medio que justificaba el objetivo final: la imposición de la justicia y el triunfo del bien sobre el mal.

Actualmente, la censura en casa es sugerida por mi mujer. Un amigo me prestó tres películas de Santo y Blue Demon para que las viera con mi hijo; sin dudarlo, ella sentenció: “¡esas películas no son para niños!”, a lo cual mi hijo contestó: “nei, ikke barn, bare gutter”.

Hace un par de semanas mi hijo cumplió tres años y festejó corriendo descalzo sobre el pasto frío; al día siguiente amaneció enfermo y se quedó en casa conmigo. Aproveché la ocasión para introducirlo al mundo del pancracio con una maratónica sesión de cine que incluyó Santo vs Los Jinetes del terror; Santo vs Los Zombies (sic); Blue Demon vs Las Invasoras y Santo en el Museo de Cera; todas vistas, más o menos, en fast forward.

Santo es un ícono de la cultura popular mexicana y el mayor héroe de mi infancia; el reencuentro con algunos de sus filmes al lado de mi hijo me produjo nostalgia, risa y algunas reflexiones. En Santo vs Los Jinetes del terror, El Enmascarado de Plata lucha contra una banda de forajidos que tiene entre sus filas a un grupo de leprosos, quienes después de haber escapado del hospital donde se encontraban recluidos, se encargan de sembrar el terror en el pueblo donde acontece este western.

La película fue realizada en 1970, pero el estigma sufrido por los enfermos sugiere un contexto similar al de 1873, año en que el médico noruego Gerhard Armauer Hansen descubrió la bacteria causante de dicho mal. Para mi hijo, los bandoleros eran monstruos, no enfermos, y para el Santo, los leprosos no eran tan malos pero resultaban peligrosos por “contar con la capacidad de contagiar a cualquiera”. De inmediato y por reflejo, pensé en Diarios de motocicleta.

Santo vs Los Zombies (sic) no se desarrolla en Haití ni tiene que ver con el vudú. La historia tiene lugar en México, los zombis conducen automóvil y su creador los manipula ¡a control remoto! Aunque la introducción de los zombis es de antología - Michael Jackson la envidiaría-, el argumento de la película es flojo y poco a poco resulta un somnífero letal. Combinado con la desvelada ocasionada por la tos de mi hijo, caí en un profundo pero corto sueño que fue interrumpido por unas patadas voladoras provenientes de ese cuerpecito de tres años recién cumplidos.

Contra este género cinematográfico, mi mujer señaló la posibilidad de crear conductas violentas y miedos innecesarios en nuestro hijo, y así sucedió: el lance a mis costillas fue una llamada de atención por el abandono en que dejé al benjamín frente a los zombis. De forma contundente, nuestra censora había ganado la primera caída.

Blue Demon vs Las Invasoras está llena de efectos al borde del absurdo. Las amazonas del espacio aterrizan supuestamente en una laguna, pero la edición no salva la cuestionable dirección de arte y es fácil descubrir que se trata de una pecera. Los instrumentos de la nave espacial parecen el laboratorio del Profesor Memelovski, y el efecto de sonido utilizado para transportar a las invasoras de un sitio a otro, desmaterializándose, suena como el chipote chillón del Chapulín Colorado. Eso sí, las extraterrestres, al igual que las terrícolas de la vida real, tienen en sus besos seductores la mejor arma para victimar a los hombres.

La tercera función me reservaba un nuevo reto: mi hijo me obligó a portar la máscara de Blue Demon, o Blu Miedon, como él lo llama, para ver el filme. Mientras el Demonio Azul combatía a mujeres de otro planeta en la pantalla, yo empapaba de sudor el poliuretano de la capucha en un estoico esfuerzo por mantenerme en vigilia. Mi hijo se quedó dormido antes de finalizar la película, lo cual aproveché para despojarme de la máscara y contemplar a mi invasora favorita: una güera en minifalda con ambiciones de conquistar el universo.

Santo en el Museo de Cera sembró dudas suficientes para postergar durante años mi visita a la casona de Londres No. 6, en la Colonia Juárez. Sospechar que debajo de las figuras de Gandhi o Pancho Villa hubiera humanos de carne y hueso, en lugar de estructuras recubiertas de cera, resultaba igual de absurdo que encontrarme con el villano de la película, el satánico Dr. Karol, en el Museo de Cera de la Ciudad de México. Sin embargo, el histrionismo de Claudio Brook lo hacía posible y el único antídoto capaz de contrarrestar al médico nazi, lo ofreció el mismo actor escenificando a un penitente ermitaño en Simón del desierto, bajo la dirección de Luis Buñuel.

Mientras las películas de Santo resultan surrealistas sin proponérselo, las de Buñuel lo son por convicción. Paradójicamente, el director prohibido durante mi infancia resultó ser el exorcista que me liberó de los temores inculcados por los enemigos del invencible Enmascarado de Plata, tan presente en mis juegos y tan ausente en mis miedos.

A manera de epílogo, mi hijo resumió la jornada con un inesperado comentario: “Santo y Blu Miedon usan pañal”. Las mallas y el calzón ajustados hasta el ombligo establecieron el vínculo perfecto entre las máximas figuras de la lucha libre mexicana y su nuevo admirador: un noruego-mexicano de tres años de edad. Con su conclusión, mi hijo ganó la tercera y última caída, consiguiendo asimismo, una prórroga para finiquitar la era Pampers en nuestro hogar.

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