lunes, 2 de junio de 2008

La balada de Aiko y otros levantados en Baja


Artículo publicado por la revista Emeequis
Por Alejandro Almazán


Cuando el fuego del crimen organizado incendia la tierra, poco hay de dónde agarrarse. No hay ley, no hay justicia, no hay esperanza. Abundan el miedo, la incertidumbre, la rabia de saber que en lugares como Baja California uno puede ser secuestrado y nunca más regresar, aun cuando se haya empeñado la vida para pagar el rescate. Acá un levantado es alguien al que casi automáticamente se le ha colgado el letrero de muerte. Un levantado es alguien que desaparece de la faz de la Tierra. Acá levantan o secuestran a policías, a empresarios, a narcos, a ciudadanos sencillos.
Esta es una colección de historias que hablan de las ausencias que siembran, para siempre, los levantones en Baja, la Baja California, otro pedazo del horror que eriza la piel de México.

Me llamo Aiko Enríquez Nishikawa y quiero escribir lo que le sucedió a mi familia.
El 24 de julio del 2007 secuestraron a mi hermano Celso Katzuo. Él tenía 35 años, era padre de una niña de cuatro años y tenía una familia que lo amaba. Siempre fue un hombre muy recto, trabajador, honrado y cariñoso. Estudió ingeniería cibernética
electrónica en Mexicali, tenía su propio negocio de subensamble. Era cinta negra tercer dan en aikido, y segundo de su maestro. Le gustaba andar en moto.
Cuando me dijeron que lo habían secuestrado sentí como que me quitaban el piso. Mi vida y la de mi familia cambió por completo. Fueron nueve meses y siete días. Esto es lo que recuerdo:
Al principio el terror te paraliza, luego te desgasta poco a poco, pierdes la noción de la seguridad, la tranquilidad, la normalidad. Pasas el tiempo pensando: ¿Pasará calor? ¿Pasará frío? ¿Padecerá hambre? ¿Qué comerá? ¿Se podrá bañar? ¿Lo picarán los bichos? ¿Está amarrado? ¿Le pegan? ¿Lo torturan? ¿Tendrá ropa? ¿Usará siempre la misma ropa? ¡¿Cuándo lo van a soltar?!
Y luego las llamadas, las exigencias totalmente irracionales de reunir cantidades imposibles, y la presión de mantener en secreto lo del secuestro bajo la amenaza de matar a mi hermano, mucha presión y tortura sicológica.
Tengo presente el grito de mi mamá cada vez que sonaba el teléfono; la palidez del rostro de mi padre, y el secuestrador con claro acento norteño, insultando, presionando y exigiendo. A veces sonaba tomado o drogado, a veces sólo se mostraba como aburrido mientras decía sin reparo todas las atrocidades que le pensaba hacer a mi hermano, o amenazaba con hacerme daño a mí o venir por mi hijo adolescente.
Queríamos oír la voz de mi hermano, queríamos saber que estaba bien; pero cuando nos lo comunicaron fue sólo para que escucháramos cómo lo lastimaban.
No hay palabras para describir el terror, no las hay. No son suficientes.
El 9 de noviembre llegó el día del pago. Aparentemente los secuestradores habían aceptado la cantidad que habíamos podido reunir, todos nuestros ahorros, el remate de lo que pudimos vender y los préstamos de todos nuestros familiares y amigos.
Seguimos las instrucciones al pie de la letra, el pago lo hizo un ahijado de mi papá a quien estimamos muchísimo y le tenemos toda la confianza.
Y esperamos.
Pasamos la noche en vela pensando que en cualquier momento regresaría Celso. Pero no regresó. Al día siguiente llamaron los secuestradores para decirnos que el dinero reunido no era suficiente, que querían más, y nos comunicaron a Celso para que supiéramos que estaba vivo.
La pesadilla continuó; las llamadas, la búsqueda de liquidez, las mentiras nuestras hacia los demás para ocultar la ausencia de Celso y proteger su vida; las noches esperando la llamada: “¡¿Cuánto llevas?! ¡No, júntale más, eso no me sirve de nada. Apúrate pa’que te lo lleves en Navidad!”.
Unos días antes de Navidad hicimos el segundo pago. No nos comunicaron con Celso pero nos respondieron una pregunta que sólo él podía contestar. Era la preciada “prueba de vida”.
Como la vez anterior, el ahijado de mi papá fue quien hizo el pago siguiendo todas las instrucciones. Le dijeron a mi papá: “En media hora vas a ver a tu morro”. Pasamos la noche en vela. El siguiente día estuvimos esperando, mi primo y mi prima –que son como hermanos– se quedaron en la casa varias noches haciendo guardia, día y noche esperando a que llegara Celso. Pero cada mañana era la desilusión de un día más sin ver a mi hermano regresar.
Si sonaba el teléfono, si tocaban al timbre, todo ponía la casa en alerta. Pasó Navidad, pasó Año Nuevo y ni una palabra.
Cada día la expectativa se tornaba en desilusión. Cada día el desaliento se apoderaba de todos. Cada quien llorábamos de miedo por nuestra cuenta, yo donde nadie me viera; mis padres abrazados, no nos mirábamos a los ojos, para no reconocer en el otro lo que estábamos pensando.
La casa nunca se quedó sola en esas seis semanas, pensando que en cualquier momento mi hermano podía regresar. Nunca nos perdimos las noticias, todas las versiones, todos los días, todos los periódicos. Preguntamos en Semefo, en hospitales, en la Cruz Roja. Cada noche, en punto de las 20:00 horas, familiares y amigos, rezábamos por mi hermano dondequiera que estuviéramos.
Después de seis semanas de silencio se reanudaron las llamadas, mucho más esporádicas que antes, pero menos agresivas. Decían cosas como: “A tu hijo le decimos El Chino”, “Es muy buena onda”, “Está muy deprimido, ¡apúrate pa’ que te lo lleves!”. Pero en cada ocasión mi papá les pidió prueba de vida y todas las veces se rehusaron a darla, al tiempo que decían cosas para tratar de convencerlo de que aún lo tenían.
Cuando llegó la llamada de ayer, 1 de mayo, en la que pedían un tercer pago, todo se preparó de acuerdo con las instrucciones de los secuestradores.
Nos pidieron hasta una cobija para Celso y una sudadera.
Nos dijeron que prácticamente iba a ser un intercambio, que se saliera el muchacho que hace los pagos en carro y se parara en la parte más oscura y sola de la colonia Chapultepec California, en la segunda salida un poco antes del banco, y que cuando él estuviera ahí nos comunicarían a Celso.
Mi papá les dijo que haría lo que le pidieran y que sólo le comunicaran a su hijo; pero se negaron. Pidió que entonces le hicieran una pregunta determinada, pero también se negaron.
Continuaron las llamadas, fueron unas ocho veces más, insistiendo que querían el carro con el dinero donde lo habían pedido. Todas las veces mi papá les dijo: “Aquí está el carro y el dinero listo, sólo quiero saber que mi hijo está vivo y mi ahijado llegará a donde usted quiere en un minuto”.
Pero todas las veces se negaron y luego comenzaron las amenazas: “Abraza a tu hija, porque es la última vez que la ves”, “Si no me pones el dinero donde te dije, voy a ir a matar a toda tu familia y te voy a dejar vivo para que sufras”.
Desde que vimos que no nos querían dar la prueba de vida, supimos lo que había pasado. Ya nos lo habían explicado diferentes personas enteradas en estos temas: si no te dan prueba de vida, quiere decir que ya mataron a la víctima, no hay razón para que ellos no den la prueba de vida si ya tienen todo listo para cobrar.
Sabíamos que no podíamos poner en peligro al ahijado de mis papás y que no íbamos a recompensar a estas personas después de lo que habían hecho. Además, ese mismo día nos dimos cuenta de que afuera de la casa rondaban dos autos grandes (después supimos que eran tres). Así que, tras la última llamada de esa noche, apagamos las luces y nos dispusimos a esperar…

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Leo la carta de Aiko y recuerdo que un amigo (hoy también secuestrado) dijo una vez que Dios creó a Tijuana un día que se despertó encabronado.
Lo sabe la ingeniera Aiko. A su hermano Celso Katzuo se lo tragó este trozo de tierra color ocre, el favorito de Van Gogh para pintar la melancolía. La familia terminó con las finanzas quebradas, exiliada en el miedo después de que un comando de sicarios fue a balear su casa, y con el corazón achicado.
Su nombre es Aiko. Difícilmente podrán olvidar este nombre cuando terminen de leer en estas páginas las 2 mil 57 palabras de la carta que escribió: el grado cero de la esperanza.
Ahorita, por lo pronto, recorro la mítica aveavenida Revolución a bordo de una troca blanca. El escritor tijuanense Leobardo Sarabia serpentea con parsimonia y va hablando del miedo que irrumpió en casa.
Se estaciona en el Primer Callejón de Coahuila, una de las estaciones del infierno tijuanense, y Leobardo dice: “Tijuana ya no es la capital de la putería y el desmadre: es la capital del secuestro y del levantón”.
Un recorte de Los Angeles Times, fechado el 25 de octubre de 2007, respalda las palabras de Leobardo. Se trata de una entrevista a Thomas Clayton, director de la empresa mundial de seguridad pública Clayton Consultants Inc. Ahí dice:
“Tijuana se está volviendo loca, hay muchos secuestros; no existe lugar más inseguro después de Medio Oriente”.
Quién sabe qué tan retorcido esté Medio Oriente. Aquí, en Tijuana, el último corte oficial dice que de enero a abril de 2008 han sido secuestradas 22 personas. En todo el estado la cifra oficial es de 32, pero nadie cree en esos números. Mucho menos los integrantes de la Asociación Esperanza contra las Desapariciones Forzadas y la Impunidad, una inusual ONG que busca, vivos o muertos, a los levantados. A sus desaparecidos.
Para la Asociación Esperanza el número es otro, de espanto: 120. Ciento veinte hombres y mujeres que, según las hipótesis más pesimistas, fueron asesinados a mansalva, enterrados vivos en fosas clandestinas o disueltos en ácido sulfúrico.
Welcome to Tijuana.

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A mi hijo lo levantaron el miércoles 7 de junio de 1995. Cómo voy a olvidar ese día si desde entonces estoy sumergida dentro de un funeral interminable.
Él era policía de Mexicali y desapareció del mundo con todo y carro. Lo vieron por última vez en una fiesta de sus compañeros. Por eso sé que ellos, los policías, lo desaparecieron.
Alma Díaz habla tan rápido que a veces sus ideas se enredan con las palabras. Estamos en el sexto piso del edificio Casas, en Tijuana, para conocer a Alma, a Fernando, a Cristina, a Pedro, a Luz María y a un sacerdote de Ensenada, personajes que parecen extraídos de una novela negra. Todos tienen algo en común: sus hijos, de súbito, se diluyeron en Baja California. Unos salieron de sus casas, tomaron camino y nadie volvió a verlos. A otros se los llevaron a empujones, apuntándoles con las AK 47. Ninguno ha regresado. Atiza la desesperanza.
¿Quiénes pueden estar atrás de esta embestida? En el sexto piso del edificio Casas dicen que los sicarios del cártel de los Arellano Félix, inteligencia militar, las policías de la municipal, ministerial, estatal, judicial y federal.
Es cierto que cuando alguien sufre un levantón es porque, casi siempre, estaba enredado en el negocio. Y el matón, ese que asesina porque un día él será el ejecutado, lo busca para cobrársela caro. Pero hayan besado o no al diablo los levantados y secuestrados de los que trata el texto, ese es asunto para la justicia. De lo que se trata aquí es de escuchar, de recolectar las historias documentadas que las autoridades suelen desdeñar con un argumento frívolo: “Eran maloras”, “Se lo ganaron los cabrones”.
Por eso estos padres, repletos de ausencia, fundaron la inusual Asociación Esperanza. Es la ONG de los levantados que, ante la indolencia, ha decidido investigar por su cuenta. No importa que sólo lleguen armados con pancartas a la línea de fuego.
En los archivos de esta ONG se documentan 370 levantones y secuestros en Baja California. Pero según sus registros, de 1993 a la fecha trabajan en mil 200 casos.

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Alma Díaz está hablando:
Eric. Se llamaba Eric. Tenía dos bebés y una esposa, que es la nuera ideal. Aquel miércoles 7 de junio lo invitaron los otros policías a una barbacoa. Cuando llegó, lo sé porque he recibido llamadas anónimas que me cuentan fragmentos, su amigo Sergio Reina le prestó su carro para que fuera por alguien. De ahí en adelante mi hijo se volvió un fantasma.
Me preocupé porque Eric me hablaba todos los días por la noche. Y como no tomaba, se nos hizo raro a mi nuera y a mí. Además, sus hijos estaban chiquillos y él se había comprometido a llegar temprano para cuidarlos. Nunca fue un irresponsable con los chamacos.
Con los malos presentimientos que le llegan a una, fui a denunciar la desaparición. La policía nomás me tiró de a loca. Hasta les reclamé a los compañeros de mi hijo. Les dije que lo fueran a buscar, que tuvieran misericordia; que él, como policía, se lo merecía. A nadie le importó.
Así pasaron los meses. Entonces supe lo del carro de Sergio y fui a buscarlo. Cuando lo encontré, le pregunté que si así de fácil perdía un carro, qué dónde estaba mi hijo, que me dijera de qué se trataba. Y él nomás bajó la cara y se fue.
¿Y sabe qué era lo peor de esos días? El miedo, el pinche miedo de que a mí o a mi nuera o a mis nietos nos hicieran algo, porque llamaban a la casa para decirme “Ya cálmese, pinche vieja, o le va ir muy mal”. El miedo te enferma, te pone a pensar hasta que te revienta la cabeza, te quita el sueño, el hambre, te trae dolores en el cuerpo sin saber por qué. Te va creciendo un hoyo muy doloroso aquí, en el pecho. Sólo me quedó rezar.
Hasta 2001, después de seis años, fue que me enteré del caso de Rosario Moreno, una mujer de Culiacán a la que también le levantaron a su hijo en Mexicali: Rubén Díaz Moreno. Ella fue la que creó la Asociación Esperanza. Lástima: se murió sin saber nada de su hijo.
Pero yo seguí lo que nos enseñó a muchas madres: investigar qué había sido de nuestros hijos. Y te vas metiendo, descubres la corrupción y la impunidad en que vive Baja. Eso, al final, te ayuda a perder el miedo. Sí. Porque, o enfrentas
a los malos o das por perdida la lucha por encontrar a tu hijo. Y en la asociación la filosofía es pelear. No importa que te amenacen. No importa que todos los días despiertes con la idea de que no vas a vivir para contarla.
En uno de esos días en que andaba hurgando sobre mi hijo, supe que el tal Sergio, además de ser policía, era uno de los sicarios de El Gilillo (Gilberto Herrera Guerrero, un ex operador de los Arellano Félix que después de ser extraditado a Estados Unidos fue sentenciado a 30 años de prisión). El Gilillo se dedicaba a los levantones.
Por eso, cuando lo arrestaron, viajé al DF y fui a la SIEDO a buscar Santiago Vasconcelos. Le dije que, en el interrogatorio, le preguntara por mi hijo. Me trató muy bien y me dio su palabra de que lo haría. Salí con muchas ilusiones. Y luego, como siempre ocurre con los funcionarios, Vasconcelos dejó de contestar mis llamadas. ¿Pues qué no entendió que sólo soy una madre con un dolor muy grande? Ya no sé en quién creer.
Alma entonces calla. Encarna a la pena y la tristeza. Silencio.
Ya después contará que de ese tal Sergio se sabe nada, que uno de sus nietos –el que ahora tiene 14 años– asiste con el terapeuta y trae una farmacia en la cabeza porque no supera la desaparición de su padre, Eric. Y que aun cuando los levantados hayan sido los más malos del mundo, nadie tiene el derecho de creer que es Dios para decidir quién vive y quién no.

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Cristina Palacios es una empresaria exitosa en Tijuana. De quien habla es de su hijo Alejandro Enrique Hodoyán Palacios. El mismo hombre al que el general en desgracia Jesús Gutiérrez Rebollo interrogó con video en mano para que soltara la lengua y hablara de los Arellano Félix.
Ella, Cristina, también está aquí en el sexto piso del edificio Casas. De hecho, es una de las más activas de la asociación, sólo que la incertidumbre no la deja en paz. Hace tiempo que no habla públicamente sobre su historia porque siempre termina con amenazas en la puerta de su casa y porque recordar la ausencia la pone mal, muy mal. Por eso, durante la plática, hará pausas, se le atascará el mundo y llorará.
La señora Cristina tiene la palabra:
La primera vez que levantaron a Alex dimos con él. Lo tenía Inteligencia Militar en la Quinta Región, en Guadalajara. Para la segunda vez se le acabó la suerte a mi hijo. Y ya llevamos 11 años sin saber de él. Su problema fue la droga: se ponía mal y hablaba hasta por los codos. Esa fue su perdición, lo boca floja.
El 11 de septiembre de 1996 los soldados detuvieron a Alex en Guadalajara. Supimos de él hasta octubre porque, después del escándalo que hicimos en los medios para encontrarlo, alguien me llamó para decirme: “Si no le bajas, pinche ruca, a tu hijo se lo va a cargar la fregada”.
En ese entonces pocos teléfonos tenían identificador de llamadas. El de nosotros era uno de esos. Por eso volvimos a marcar y nos contestaron en la Quinta Región Militar. La de Guadalajara. Allá fuimos.
Cuando vimos a Alex nos dijo que lo habían torturado. Le echaron agua en la cabeza cubierta y le aplicaron toques en la planta de los pies y los párpados. Todo porque los militares querían que soltara todo sobre los Arellano. Como mi hijo era de los más grandes del grupo, pues la gente le platicaba todo, sabía mucho. Y aunque le pedimos al ejército que lo enviaran con las autoridades estadunidenses, porque Alex nació allá, en California, Gutiérrez Rebollo se lo llevó al Campo Militar número 1.
Después Alex recibió inmunidad jurídica en México y lo trasladaron a San Diego. Ahí le dijeron que podía ser testigo protegido a cambio de información, pero Alex no quiso. Y tenía razón: sólo a él lo protegerían. Ni a su esposa, ni a sus hijas. Y así, sin nadie que lo cuidara de las venganzas, regresó a Tijuana el 20 de febrero de 1997.
Entonces llegó el 5 de marzo. Era medio día. Alex y yo íbamos en la camioneta. Nos estacionamos sobre el boulevard Agua Caliente, cerca del negocio de un pariente. No pasaron ni 10 segundos cuando una camioneta se detuvo frente a nosotros. Lo primero que vi fue a dos hombres saliendo con ametralladoras. “¿Qué pasa?”, le pregunté a Alex. “Otra vez los mismos tipos”, respondió. Lo agarraron por el cuello y lo treparon. Quise bajarlo, pero uno de los tipos me apuntó –lo estuve mirando durante varios segundos, por eso no he olvidado su cara–. Corrí tras Alex, pero me dijo: “Vete, mamá”.
Con la cara del hombre todavía en mis ojos y las placas de la camioneta, fui al Ministerio Público. Nada. Les importó un carajo.
Fue hasta septiembre de ese año cuando supimos que el culpable del levantón de Alex era el entonces jefe de inteligencia antidroga, Ignacio Weber Rodríguez. Fue tal escándalo que a éste lo detuvieron. Lo arraigaron, lo llevaron al Reclusorio Norte en el DF. Y luego salió libre. Sí. Dejaron que se fuera. Nunca nos dijeron por qué lo exoneraron.
Ah, pero el mundo es chiquito: hace un par de años me enteré que a Weber lo mataron. Me entristecí porque con él se fueron muchas respuestas para saber dónde está Alex.
Ahora, aquí me tienes en este letargo, en estos días de miedo por culpa de la impunidad.

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Teodoro García Semental, alias El Teo, es violencia pura.
Por los reportajes del semanario Zeta, se sabe que Teo volvió a esparcir el miedo en Tijuana: secuestra o levanta cuando no hay sicarios a quién ejecutar. Se sabe que la matazón del pasado 26 de abril en Tijuana tuvo su raíz en las diferencias entre él y Francisco Sánchez Arellano, El Ingeniero, el nuevo jefe del cártel.
El Ingeniero quiere enfriar la plaza; Teo la incendia.
Un viejo policía de Tijuana que conoce muy bien el lado oscuro de la ciudad cuenta a este reportero que El Teo “es un bato muy locochón; se creyó eso de que había que rendirle tributo a Ramón Arellano y ese Mon también era la muerte en persona”.
Las versiones en la calle dicen que El Teo, por ahora, se fue a Guasave, Sinaloa, su tierra. El negocio, sin embargo, no está descuidado. Hay dos encargados: El Muletas (Raydel López Uriarte) y La Perra (Filiberto Parra Ramos) siguen paseando por el boulevard Caliente.
Eso sí: el grupo del Teo ha tenido bajas. El policía municipal Humberto Moreno Rodríguez, uno de los heridos en la matazón del 26 de abril, no la libró. Murió el 21 de mayo.

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El comando de sicarios llegó a la casa por mi hijo César, pero al que levantaron fue a su hermano Fernando, ahí frente a mi esposa. Yo sí sé quién fue: El Teo, ése controla el cártel de los Arellano Félix en la zona oeste de Tijuana. Y si no lo detienen es porque la policía trabaja para él. Esa es la pinche impunidad.
Quien ahora cuenta la historia en el sexto piso del edificio Casas es don Fernando Ocegueda, el representante de la Asociación Esperanza.
Todo fue por una morra. Mi hijo César ya no andaba con ella, pero su nuevo novio, Alberto Cervantes Nieto, vocalista del grupo Explosión Norteña, sufrió un atentado y responsabilizó a mi hijo. Y como Cervantes es amigo del Teo –se juntan siempre en los Mariscos Godoy con El Muletas, La Perra, El Acapulco y El Ciego, todos lugartenientes de El Teo–, pues le pidió el trabajito del levantón. El 10 de febrero de 2007, por error, se llevaron a mi otro hijo, a Fernando.
Acudí a las autoridades, pero poco a poco hemos sabido que están involucradas. Desde que Zeta exhibió un video nos quedó claro a todos.
Don Fernando habla del video donde José Ramón Velásquez Molina, un ex comandante de la judicial y escolta de Ernesto Ruffo en los tiempos en los que éste era gobernador, testificó que encabezaba una célula del cártel de Sinaloa, que su trabajo eran los levantones y que recibía órdenes de Humberto El Pato Valdez, asesor del entonces procurador Antonio Martínez Luna. El ex comandante Velásquez fue asesinado y arrojado frente a la casa de la novia del entonces procurador. Éste ha rechazado una y otra vez las acusaciones:
–Todo lo que digo es verdad. Y si quieren levantarme a mí también, no me voy a dejar. Aquí en Tijuana puedes comprar un arma como si compraras dulces y puedo defenderme.
–¿No tiene miedo, don Fernando?
–Ya perdí el miedo. No sé qué me pasó, pero ya me vale madre. No sé si sea porque veo a mi esposa y mis hijos destrozados, y todo por los caprichos de un cantante que creyó tener muchos güevos para levantar a Fernando. Y ¿sabes? Ni mi vieja tiene miedo. Ella dice que no importa lo que tenga que pasar, pero no podemos darle la espalda a mi hijo. Muchos vienen a la asociación y por temor mejor se van. Están en su derecho. Como yo tengo el mío de buscar a Fernando, aunque se me vaya la vida en eso.
Ya se le ha ido bastante: sólo trabaja dos días a la semana en una empresa gringa porque el resto lo invierte en la asociación. Con esos mil 200 pesos comen su esposa y su hija. César, al que originalmente iban a levantar, ya se largó de Tijuana.

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El contacto con Luz María Corona es por teléfono.
Su voz era un sismógrafo cuando hablaba de su hijo Octavio Castellanos Corona: del susurro a la estridencia:
Desde el 2006, los 12 de diciembres ya no tienen magia. Ese día Octavio andaba pisteando. Y siempre que traía la fiesta se iba a meter al Negro Durazo, ese bar de mala fama que está por la zona Río. Ahí llegan muchos mañosos, se emborrachan con la banda y terminan con balazos.
Bueno, lo que hemos sabido es que ahí lo levantaron. ¿Por qué? Es lo que no nos explicamos. Los que han investigado el caso no le han encontrado nada malo. Si fuera traficante yo se lo diría, señor, pero no, nada. Es más, tal es la angustia que contratamos a una vidente del FBI.
Resulta que logré hablar con unos policías y ellos me contaron de la vidente. Eso sí, me dijeron que la mujer sólo hablaba con policías, que nunca se reunía con la familia del afectado. Total, para no hacérsela larga, nos cobró 4 mil dólares por tres sesiones. Entre toda la familia cooperamos y le mandamos el dinero con un tal Guillermo, el intermediario. Pero en cuanto recibió el dinero se volvió muy grosero y nos dijo que mejor nos olvidáramos de mi hijo, que ya estaba muerto. Yo le dije que me contara lo que él sabía. Ándele, dígame, por favor. No, yo no sé nada, pero no tiene caso que le sigan buscando.
Con el tiempo, gracias a un contacto, conseguimos el casete que grabó la vidente en la única sesión. Ahí hablaba de una camioneta tipo panel blanca, que Octavio seguía en Tijuana y que estaba en un lugar donde había vías de ferrocarril y se oía que los aviones bajaban. Pues ahí me tiene barriendo todo por La Presa, por el aeropuerto.
Nunca supe por dónde empezar.
Desde lo de Octavio, le digo a mis otros hijos que nos cayeron encima todos los cuervos. A uno de los hijos de Octavio, el más grandecillo, el que acaba de cumplir sus 18, lo internamos porque, con el pretexto de que su papá había desaparecido, se empezó a juntar con los chamacos drogadictos. Otro, el de 14, está como ido, no reacciona. Mi nuera está perdiendo la casa porque no tiene para la hipoteca. Yo tengo una licorería y me han asaltado cinco veces en menos de un año. Pero lo que más me ha fregado es que se me fue la memoria por un tiempo. Me extravié. Ni sabía quién era. El tratamiento me ha ayudado mucho: ya no me rasco la piel ni me la arranco, pero la tensión ya no puedo quitármela. Por eso medio duermo. Necesito algo más fuerte para no pensar qué le estarán haciendo a Octavio, dónde lo tendrán, si come, si le pegan, si se puede bañar, si está preocupado por nosotros.
Nomás me queda rezar.

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En Ensenada, las cifras oficiales dicen que en este año sólo han ocurrido dos secuestros. La Asociación Esperanza, sin embargo, tiene documentados 15.
El auge del levantón trajo consigo que el cura Salvador Nava haya decidido ser parte de la asociación.
–No puedo quedarme indiferente, no le hace que me gane amenazas o la muerte. Puedo ser el puente para contactar a los desaparecidos, hay que tener fe en Dios –dice.
–¿Qué queda ante el desprecio de las autoridades? ¿Sólo el camino de la oración?
–No. Yo soy de los que creen que a Dios rogando y con el mazo dando. Por eso es bueno que la gente se acerque a la asociación, que deje el miedo a un lado. Con rezos y presión, algo bueno puede suceder.
Quien ha venido con esa ilusión es MM. Ese no es su nombre, por supuesto. Pero es mejor llamarlo así porque últimamente han ido tipos a su casa a decirle que la próxima vez que hable lo encontrarán con la boca llena de hormigas.
El hermano de MM fue levantado apenas en febrero pasado. Y, por lo que ha podido averiguar, los autores pueden ser priistas locales, vinculados al crimen organizado.
–Aquí cada quien investiga con el riesgo de morir –le dice don Fernando a MM, a manera de presentación de la ONG.
MM le da vueltas: ¿cómo un hombre como él,que de cierta manera había resuelto su vida, ahora se encuentra en esto, arriesgando el pellejo?
–Aquí no mentimos: me acaban de traer el expediente de tres primos, dos jovencitas y un chavalo, a los que levantaron hace días. El hermano se puso a investigar y también lo chingaron, sufrió otro levantón –le dice don Fernando, mostrándole las fotos de los chicos.
MM mira a los otros padres porque lo están mirando. Escudriña el enorme cartel desparramado sobre la mesa en el que se exhiben las fotografías de un buen número de levantados.
–Le entro –se convence MM–. Total: estos cabrones ya nos mataron un poquito.

✱✱✱

Aiko termina su carta a puño suelto:
Veíamos afuera las luces de los dos autos que se movían hacia enfrente, hacia atrás, y nosotros nos mantuvimos vigilando. Al poco tiempo de haber apagado las luces escuchamos que alguien intentaba meterse a la casa. Pero no pudieron, y empezó la balacera. Nunca en mi vida pensé estar en esa situación, nunca.
Mi papá nos defendió y nos salvó la vida, al igual que su ahijado. Entre los dos lograron repelerlos. A él le estaremos por siempre agradecidos. Estas personas venían dispuestas a matarnos a todos, ni siquiera se habían tomado la molestia
de taparse la cara. Después se fueron.
Cuando la amenaza era inminente yo llamé a los militares, me hicieron un sinnúmero de preguntas y hasta escucharon los balazos. A la persona que respondió la llamada le hice asegurarme que mandarían a alguien inmediatamente, pero nadie llegó. Me comuniqué también a la Policía Municipal, pero sólo hasta que les dije que había
un cuerpo afuera de la casa acudieron.
A las pocas horas huimos de Tijuana, escoltados por la Policía Ministerial y con una maleta cada quien, dejando la vida, el trabajo, los amigos, nuestras cosas; absolutamente todo lo tuvimos que dejar atrás.
Ahora –lo que queda de mi familia– viviremos como refugiados de casa en casa; con miedo a que nos vean o nos encuentren. Y les pregunto a ustedes, secuestradores: ¡¿Por qué?!
Mi familia es gente de trabajo. Todo lo que teníamos lo habíamos obtenido de manera honesta. No hemos heredado, ni robado ni nos sacamos la lotería. Mi papá llegó a Tijuana sin nada y todo lo hizo a base de esfuerzo y trabajo honesto durante 45 años. Mi mamá, médico general, miembro del Colegio Médico de Tijuana, ejerce
desde hace más de 25 años por vocación porque le gusta lo que hace; incluso, la mitad de las consultas que da ni siquiera las cobra. Entre ellos dos han pagado la escuela o la universidad a más de 20 jóvenes.
Son muchos los que han contado con la ayuda económica, moral y de todo tipo que mis papás les han brindado. Nunca negaron la ayuda a nadie. Ellos no fueron de lujos ni de apariencias, siempre trabajaron por lo que tenían, y siempre estuvieron dispuestos a ayudar.
Mi hermano tenía su propio negocio y yo me dedicaba a la construcción. Quien nos conoce sabe que somos gente honesta, gente de trabajo y gente buena. No es justo. No es justo.
Sé que a mi hermano no me lo van a regresar, y ¡cómo le pones precio a una vida!, al amor de mis padres por su hijo. La maldad de los secuestradores deja a una huérfana de cuatro años, que quedará marcada para siempre por sus actos; dejan una comunidad temblando.
Somos humanos, sufrimos igual que ustedes, ninguna cantidad de dinero arrancada de esa forma les va a aprovechar, ¿cómo van a cambiar por beneficios para ustedes todo lo que nos hicieron sufrir?
Cómo les explico que yo quería tener a mi hermano toda la vida, que recuerdo su sonrisa cuando era niño y tenía unos dientotes, cuando se ponía capa para volar, cuando estaba embobado viendo la tele.
Cómo entenderán que siempre voy a extrañar el sonido de su risa y su voz haciendo bromas, y su mirada limpia, y cómo se quejaba igual que mi mamá, y se ponía serio de repente igual que mi papá.
Cómo explicarles que yo hubiera hecho cualquier cosa por evitarles este dolor a mis papás, que ustedes no tienen derecho de destrozar nuestras vidas tan cuidadosamente construidas.
Mi hermano, un poco antes de que lo secuestraran, le dijo a mi papá que le proponía dejar el país y se fuera al extranjero, por tanta inseguridad.
Después de todo lo sucedido el día de ayer, otra fuerte pérdida llegó, como consecuencia del gran impacto por la situación en la que estuvimos.
Este escrito representa el dolor, la angustia, el coraje que sentimos. Es un grito desesperado por una respuesta, una explicación, una esperanza, por exigir nuestras garantías, las cuales nunca tuvimos al vivir este infierno que no le deseamos a nadie, más aún cuando no pudimos acudir a quienes se les paga por proteger y servir,
por combatir y cuidar, por velar que la seguridad de la ciudadanía no corra riesgos; pero desgraciadamente son los que protegen y ayudan a los criminales a lograr sus cometidos.
¿Hasta cuándo van a actuar? ¿Cuándo van a depurar a las distintas corporaciones municipales, estatales y federales de manera real y contundente?
¿Cuándo habrá verdaderas leyes que castiguen el delito de secuestro y el mal comportamiento de los elementos corruptos, con penas que sirvan como ejemplo para que esto no se siga dando?
¿Qué va a pasar con nuestro país, con su gente buena? ¿Cuándo vamos a dejar de vivir
acobardados y empezaremos a luchar por un futuro mejor para los hijos de México?
Yo amo a México y a Tijuana, es el lugar donde nací, es mi país, pero ya no se puede vivir aquí.
Adiós, Tijuana.
Adiós…

4 comentarios:

Anónimo dijo...

La balada de Aiko tiene tintes de réquiem. El artículo habla específicamente de estados del norte del país, donde la situación de los levantones se ha tornado extrema, pero no es un fenómeno exclusivo de esa región. A lo largo y ancho del territorio mexicano la oleada de secuestros ha ido en aumento. Los motivos y los métodos de esta práctica suelen ser distintos y variados al igual que el perfil de los secuestradores, algunos de ellos aprendices de delincuentes, mientras otros han sido preparados profesionalmente para combatir al crimen y por ello conocen los mecanismos y cuentan con contactos para actuar impunemente

La vulnerabilidad de la sociedad se hace mayor cuando no se cuenta con instituciones confiables. No creemos en nuestros cuerpos policiacos, desconfiamos de nuestros políticos y estamos hartos de las corruptelas entretejidas entre éstos y algunos empresarios. Este círculo vicioso propicia justificadamente el escepticismo de la población ante sus autoridades. En su cruzada contra el narco, el Estado mexicano tuvo que empezar por arraigar a las policías locales, cuya función ya no era la de velar por el cuidado de su sociedad sino la de servir a los cárteles de la droga. Por otro lado, los resultados de la guerra contra el narco aún no son medibles y, así como hay quienes aprueban la presencia del ejército en las calles sin ley, otros empiezan a señalar rasgos de un ejercicio autoritario similares a los de una dictadura. Y al ejército quién lo cuida?, es la pregunta. Lo complejidad del asunto parece trazar una lánguida línea que divide entre el derecho a vivir y los derechos humanos, situación que se torna absurda e inaceptable.

Los testimonios brindados en este artículo dejan a uno perplejo, lleno de impotencia, de miedo y de coraje. El infierno descrito por algunos miembros de la Asociación Esperanza contra las Desapariciones Forzadas y la Impunidad, los ha llevado a perder el miedo. Algunos dicen que ya tienen una parte de sí muerta y por ello no hay temor a continuar. Su posición es perfectamente entendible y laudable: han sustituido al miedo con el valor. Pero no todos cuentan con el mismo ímpetu de lucha y muchos no pierden el miedo, se acostumbran a vivir con éste de tal forma que lo olvidan. Pertenezco a esa generación a la que le tocó escuchar de niño que a fulano de tal, amigo o vecino de algún conocido distante de la familia, lo habían asaltado. En la adolescencia ya no escuché esa experiencia de terceros, la viví en carne propia, a plena luz del día, en el centro de la Ciudad de México, a escasos metros de Palacio Nacional. Y tiempo más tarde a la salida de una estación de metro después de haber asistido a la Universidad. Y en otra ocasión a bordo de un taxi, junto con mi novia y hoy madre de mis hijos. Y saben qué? Esos episodios ya no eran noticia de alarma para la sociedad, si acaso para mis familiares y amigos cercanos, muchos de los cuales ya habían sido víctimas de alguna forma de crimen. La delincuencia ya no era un fenómeno ocasional sino parte de la rutina en la gran urbe.

Entonces me dí cuenta de que nos habíamos acostumbrado a vivir con miedo o habíamos perdido conciencia del mismo. Sin quererlo, con esa actitud estábamos tolerando la existencia y desarrollo de diversas prácticas delictivas. En lugar de extirpar el cáncer lo tratamos con analgésicos y las víctimas de la delincuencia, lejos de ser protegidas, tuvieron que asumir la responsabilidad de no propiciarla.

Suena absurdo, no? Pero de ahí que llamemos “precaución”, por ejemplo, al acto de mirar para un lado y hacia el otro, después de haber retirado dinero del cajero automático, como si fuera un hecho natural la existencia de ladrones en sus alrededores y responsabilidad nuestra ubicarlos y eludirlos. Y así hay un listado sin fin de situaciones donde la víctima ya no sólo es víctima de los delincuentes, sino de las reglas no escritas para evitar los estragos del crimen. Por ello, nada de sentarse en un parque a tomar una pausa si se está completamente solo, porque se estaría convocando a los asaltantes a ejercer su profesión. Y tomar un taxi que circule por cualquier vía pública así como así, también es un grave error, pues precisamente son los vehículos donde mayor número de secuestros express suceden. Peor aún, algunos insisten en calificar como provocadoras a las mujeres que usan minifalda, como si esa prenda justificara el acecho de violadores.

En fin, en lugar de combatir a la delincuencia la hemos aceptado con disimulo, en mucho, debido al miedo y también a la desesperanza que nos asesta contar con policías, legisladores, políticos y empresarios que son parte del mismo crimen organizado. Espero que "La balada de Aiko y otros levantados en Baja" no alcance, por ningún motivo, el número uno de popularidad en México. El reto es complejo pero ineludible: cero tolerancia al crimen organizado, venga de donde venga.

azg12 dijo...

Cuando terminé de leer este artículo, me llamó la atención que casi no hubiera comentarios por parte de la banda; sin embargo, una vez que me dispuse hacer mi comentario, no encuentro las palabra adecuadas para expresar el sentimiento que me despierta esta situación de horror... es difícil aceptar que es algo que no está occuriendo en Afganistán, Irak o Colombia, o entre las pandillas de Los Angeles, sino en cada vez más grandes extensiones del territorio nacional.

Anónimo dijo...

Cristina Palacios a wever no lo han matado vive en cd jaurez el la colonia avila satelite en la calle neptuno

seaubea dijo...

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